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Consumir las imágenes: la condición del espectador cinematográfico en el siglo XXI

La construcción del espectador cinematográfico en la mente colectiva de las nuevas generaciones se resume a: “sujeto X que consume imágenes pasivamente”. Esta nueva concepción del cine llega al punto de precisar de obras como Bandersnatch (Slade, 2018), un híbrido que emplea elementos discursivos propios de los videojuegos de aventura gráfica para hablar del espectador como un sujeto no-pasivo.

Poco antes de parafrasear las siguientes líneas volví a ver el clásico de Alan Resnais El año pasado en Marienbad (1961), maravillosa pieza audiovisual, debo recalcar. Pero más allá de mis impresiones estéticas de la película, se suscitó en mí una cuestión. Sin embargo, primeramente me gustaría poner al lector en contexto.

Imagínense la siguiente escena: ahí estoy yo, un burdo centennial echado cómodamente en el lecho de su cama, sujetando entre sus manos ese pequeño aparatito del mal conocido como Smartphone, viendo con absoluta tranquilidad un video en YouTube. A primera vista susodicho video no tiene nada de especial, hasta que la siguiente frase es enunciada por el autor: “los videojuegos te permiten un nivel de interactividad que el cine jamás te dará, porque ahí no eres más que un espectador”. Claro, esta afirmación parece más que obvia. En un videojuego tú tienes el control sobre las acciones del personaje en pantalla, mientras que al ver una película tu acción se limita a precisamente eso: VER. Sin embargo, siento que ese enunciado tiene una carga mucho más significativa de fondo.

Me parece que la construcción del espectador cinematográfico en la mente colectiva de las nuevas generaciones se resume a: “sujeto X que consume imágenes pasivamente”. Esta nueva concepción del cine llega al punto de precisar de obras como Bandersnatch (Slade, 2018), un híbrido que emplea elementos discursivos propios de los videojuegos de aventura gráfica para hablar del espectador como un sujeto no-pasivo. Pero, ¿esto es realmente así? ¿O es más bien el producto de la cultura hegemónica representada en la institución Hollywood?

Susana Velleggia, en su libro La máquina de la mirada: los movimientos cinematográficos de ruptura y el cine político latinoamericano en las encrucijadas de la historia (2010), nos habla de cómo antes de la década de los 60 existía una inmensa pluralidad de propuestas estéticas en el mundillo del cine, pero con la llegada de la televisión por esos años empezó un proyecto de conversión de los espectadores en consumidores, y el posterior posicionamiento de una estética única que se propagaría por el globo. Este proceso de transformación social no se limitó únicamente al cine, solo hay que considerar cómo el proyecto civilizatorio constituyó una clase media, la cual trabajaba y producía para ganar suficiente dinero, dinero que sería ulteriormente gastado en las mismas mercancías que ellos producían; de esta forma los engranajes de la gran maquinaria civilización no se detendrían nunca.

El mundo de las artes solo fue un afectado más en medio de este proyecto. Para poder alcanzar la hegemonía de las expresiones visuales se inició un proceso de despolitización, porque al despojar a las artes de su esencia política/crítica los medios económicos se pueden apropiar de aquellas (Velleggia, 2010). De esta forma se impone una estética hegemónica, basada en las historias lineales, con enfoques individualistas, que no dan mucho espacio para la interpretación profunda, porque el sentido de la película es completamente explicitado durante el desarrollo de la misma. Historias ligeras, de fácil consumo para el nuevo público de masas: es aquí cuando nace la nueva concepción del espectador pasivo, un individuo que consume, sin realmente pensar en lo que está viendo, porque le dicen exactamente qué pensar y qué sentir en todo momento.

Esta es la nueva perspectiva del cine por la que aboga el frente hegemónico encarnado en Hollywood, pero principalmente en la premiación de la Academia, los Óscar, celebración anual de gran carga simbólica, ya que a través de estas estatuillas casi nos restriegan en la cara el hecho de que son ellos los que deciden qué es “buen cine” y qué es “mal cine”. Pero si algo nos ha enseñado la historia es que esta nueva cultura hegemonizada no es necesariamente la verdad absoluta bajo la cual todos debamos ceñirnos. Para mirar esto solo hay que hacer un pequeño repaso:

Primero hablemos del cine soviético de los años 1920, época de grandes avances para el cine, representada principalmente por los mil veces citados Sergei Einsestein, Dziga Vertov, Lev Kuleshov, entre otros. Fue durante estos años que se desarrollaría el conocido montaje por atracciones o “montaje intelectual”, para los amigos. La particularidad de esta forma de editar el metraje residía en el hecho de que, a través de yuxtaponer dos planos diferentes, uno al lado del otro, se creaba un nuevo concepto en la mente del espectador. ¿Qué nos quiere decir esto? Que el espectador no era visto como un sujeto pasivo que venía a consumir imágenes banalmente, sino que los autores buscaban despertar en él nuevas ideas, nuevas conclusiones y nuevas actitudes a través de un proceso crítico de creación de significados mentales a partir de los significantes dentro del cuadro.

Y es aquí cuando retomo a mi querida El año pasado en Marienbad para hablar de cómo la Nouvelle Vague también hizo su aporte a la hora de construir un nuevo discurso, posicionado más allá de concebir al espectador como un mero vouyerista de la imagen. En su película, Resnais nos habla de la memoria, de cómo una sucesión lineal de eventos (tal y como lo es el día a día en la vida real) puede volverse tan laberíntica y confusa con el pasar del tiempo. Para trasmitir sus ideas, Resnais desestructura el tiempo de la película, a través de un montaje que organiza los planos, no a través de la lógica y la causalidad, sino a través de las emociones y pasiones más desembocadas, obligando al espectador a reordenar lo que vio en su cabeza, a interpretar los símbolos plasmados en la pantalla. Nuevamente se busca sacar al espectador de su zona de confort y se lo obliga a participar activamente en la elaboración mental de la película.

Estos preceptos alcanzan su epítome con el Cine Novo, nacido en América Latina. Toda la construcción filosófica y ética de este nuevo cine se basó completamente en crear una estética propia, alejada completamente de los preceptos de la cultura hegemónica norteamericana, la cual en ese entonces era vista como una nueva faceta de la colonización de estas tierras, despojadas de sus viejas creencias y obligadas a adoptar las cosmovisiones que llegaron junto a los conquistadores hace muchos siglos atrás. En un continente despojado de toda su herencia cultural, ¿puede existir otra cultura que no sea la de la rebelión? De esta forma nacen los ideales de Getino y Solanas, encarnados en el Tercer Cine; Glauber Rocha y la estética de la violencia; Jorge Sanjinés y su búsqueda de una estética propia de las culturas andinas a través de su Plano Secuencia Integral; Julio García Espinosa y el Cine Imperfecto. Todas estas manifestaciones artísticas abogaban por cintas que despertaran en el espectador su sentido revolucionario, que se librara de las ataduras que les fueron imputadas desde la crianza y que se convirtiera en un jugador activo del proceso de cambio. Aquí no se buscaba únicamente hacer del espectador un sujeto crítico, sino que se esperaba de él una participación real en el proceso histórico, máximo objetivo del cine militante de estos años.

Desempolvar estos nombres me parece particularmente importante hoy en día, en una época donde las imágenes representan el grosor de la mayoría de los discursos. “Las imágenes se leen en sí mismas” dicen por ahí. Estas actitudes sobre el lenguaje de la imagen solo pueden llegar a cegarnos, a dar por sentado todo lo que vemos. Consumir sin realmente ponerse a considerar lo que existe detrás de la imagen es lo que produce la existencia de la pos-verdad, al inhibir el sentido crítico de la sociedad.

No somos simples vouyeristas o espectadores pasivos, somos los portavoces del futuro, y como tales debemos abogar por la existencia de la pluralidad en las estéticas y los discursos. Reencontrar el sentido crítico sobre lo que vemos y sentimos debería ser un tema de preocupación en la posmodernidad.

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