Hace un par de años participé en la Larga Noche de Museos, realizando una investigación sobre el trabajo de la Asociación de Familiares de Detenidos, Desaparecidos y Mártires por la Liberación Nacional (ASOFAMD) en la ciudad de La Paz, Bolivia. Instalados en su oficina de Sopocachi, muy cerca de la Plaza Abaroa, construyeron varios espacios pequeños, donde la música y la exposición fotográfica se entremezclaron con instalaciones donde se exhibían cartas a familiares desaparecidos, torturados y asesinados en las distintas dictaduras militares de la década del 70 e inicios del 80, objetos recuperados de cárceles clandestinas, periódicos de la época, pinturas y afiches que hablaban sobre aquella etapa del país.
Ese momento de exhibición museística fue, en realidad, un pretexto. La pretensión, tanto de familiares como hijos, hijas y nietos, fue silenciosa, pero eficaz. Se cortó la calle que colinda con el edificio para colocar una tarima donde participaron varios músicos comprometidos con la organización. Dentro de las oficinas, se armó, entre otras experiencias, una suerte de galería donde estaban retratadas las fotografías de torturadores, paramilitares y militares que fueron parte de aquellos años oscuros. Se veía el rostro de Banzer, el de García Meza, el de Arce Gómez, entre otras caras que llenaban de relatos a los familiares. Una particularidad de la galería era que no tenía realmente un orden, carecía de un relato interior, no estaba dividida por ciclos o por años, los contenidos estaban todos entremezclados, como si formaran un conglomerado indivisible. Pero esta disposición no era casual. Me contaron algunos familiares que lo que a veces los textos de historia muestran es una división perfecta, como cajas que representan años y gobiernos militares; sin embargo, esto oculta ciertas particularidades importantes. Si bien se conoce que siempre existieron rencillas, pugnas y oposiciones fuertes de poder dentro de las élites militares en aquel tiempo, la estructura militar interna se mantuvo inamovible durante las épocas de Barrientos, Ovando, Banzer y García Meza. Lejos de ser gestas individuales, los golpes militares y el sostenimiento de sus gobiernos fueron acciones sistemáticas, orgánicas. Para ellos -me decía uno de los familiares que asistió esa noche, un señor canoso y con la voz entrecortada- era un trabajo, todos ellos eran parte de la repartija de poder de aquellos años. De pronto, aquel esquema desordenado para el libro de historia, cobraba sentido para la memoria de quienes aún sufren las consecuencias de la dictadura militar.
Todos los representados en aquella Galería de los torturadores simbolizaban una cuestión irresuelta, presente aún para los familiares que sufrieron aquel tiempo. Todos ellos formaban una cúpula que fue protegida, no solo durante la dictadura, sino durante la democracia. Pocos fueron juzgados por sus crímenes y, de ellos, la imagen de Banzer, mimetizada entre las vestimentas militares de otras fotografías, es la representación de un muro de impunidad política infranqueable. De él se sabe que fue parte del Plan Cóndor, bajo su triada “orden, paz y trabajo” consolidó formas de persecución a líderes de la Iglesia Católica; la represión fue brutal hacia líderes sindicales, estudiantiles y obreros. Mientras Banzer decía: “A ustedes, hermanos campesinos, voy a darles una consigna como líder. El primer agitador comunista que vaya al campo, yo les autorizo, me responsabilizo, pueden matarlo” (Dunkerley, 2017, pp. 307-308), su gobierno militar se presentaba como defensor de la fe.

La memoria, lejos de tratarse sobre una cuestión del pasado, se trata sobre aquello que todavía nos conmueve. Es aquel episodio que aún no tiene punto final, que lo narramos nuevamente y, al hacerlo, le dotamos de nuevos sentidos, extraemos ciertas partes de su relato, recuperamos otras que habían quedado archivadas. En el caso de ASOFAMD, como muchas organizaciones, la memoria no solo está constituida por recuerdos individuales, sino que se trata de una acción colectiva, atravesada por las subjetividades de cada integrante que busca contar una historia común. Pensar la impunidad militar de los años de dictadura y sus consecuencias actuales, hacer que este debate ingrese en el espacio público, pelee con otros recuerdos y se interpelen formas de contar el pasado, revitaliza aquellos recuerdos que son significativos para quienes enfrentan un silencio político y estatal que trata de borrar estas memorias. Se trata de un acto e irrupción en la esfera pública, donde la memoria es un acto político de denuncia.
Durante aquella noche, mientras familiares, visitantes, jóvenes y despistados contemplaban la “Galería de los Torturadores”, una mujer trajo un papel en blanco y lo situó en un espacio vacío. Tomó un marcador azul y empezó a escribir los nombres de otros militares que no estaban presentes en la galería. Era la hija de un torturado, recordando los nombres que su padre le contó alguna vez. Ella era Cristina Moreira, hija de Roberto Moreira, líder político torturado y exiliado durante la dictadura de Banzer. Ella me contó que tenía varias cartas de su padre, varios testimonios y objetos que le recordaban aquella época, que parece todavía tan presente para quienes nunca tuvieron respuesta ante los crímenes sucedidos.

Galería de los torturadores. ASOFAMD. 2018
En alguna conversación que tuve con Ruth Llanos, presidenta de ASOFAMD, me decía que ellas, como organización, luchan contra dos cuestiones: el olvido estatal y la desmemoria. De acuerdo con Ruth, había nacido una nueva ola que busca negar los horrores del pasado. Y en cuanto al Estado, se había gestado, durante toda la época democrática, una suerte de gestión del olvido, donde este, “lejos de ser un pacto, [es] una decisión y un proceso institucional, no social” (Vinyes, 2009, p. 26). Se trata de una política que busca que la memoria del horror y la violencia se privaticen, en este caso, que se encierren en las esferas de la intimidad y no pertenezcan a las esferas públicas. Este olvido institucionalizado e institucionalizante empuja a que las memorias de las violencias de Estado no formen parte de la vida política, que jamás se hable del derecho a la memoria o, como es el caso boliviano, que las iniciativas de investigación sobre lo que ocurrió en esos años (como la conformación de Comisiones de Investigación o “Comisiones de la Verdad”) queden inconclusas o no cumplan las expectativas propuestas, que no dejen consecuencias a su paso. Sin embargo, la memoria y la instalación de sus narrativas “constituyen un campo de conflicto donde lo que está en pugna no son sólo las interpretaciones del pasado, sino los significados de lo que somos como sociedad y de nuestros futuros posibles” (Piper, 2009, p. 151).

Uno de los momentos más dolorosos para ASOFAMD en la época democrática sucedió cuando Hugo Banzer se postuló a la presidencia. Se trataba de la imagen inequívoca de la impunidad política, del secuestro del ideal democrático por el cual se luchó en los años de dictadura. Banzer cimentó el olvido estatal, ya nadie reclamaría por el pasado. El departamento donde se hizo aquella manifestación de las memorias de los familiares de las víctimas de dictadura en la Larga Noche de Museos de 2018, perteneció a Gladys Oroza. Gladys perdió a su hijo, José Trujillo, durante la dictadura de Banzer. El Jo, como le llamaban cariñosamente, es un desaparecido de aquél régimen. Gladys donó ese espacio a su organización. Cuando Banzer postuló para la primera magistratura, la organización sacó un famoso spot donde se demandaba que los restos del Jo aparecieran. Gladys miraba a la cámara y decía: “General, hace más de 25 años que no sé dónde poner estas flores». En esa Noche de Museos de hace un par de años, los jóvenes, hijos, hijas, nietos y voluntarios armaron un arreglo con flores y luces, preguntando nuevamente “¿Dónde dejo estas flores?”

Arreglo “¿Dónde dejo estas flores?”. ASOFAMD, 2018
Las memorias de la dictadura de Banzer, iniciada el 21 de agosto de 1971, aún resuenan, así como las de García Meza, las de Barrientos y Ovando. Se trata de memorias subversivas, de prácticas de la resistencia frente a la política del olvido de toda la época democrática. El accionar de estas organizaciones que trabajan la memoria, que irrumpen en el espacio público, aunque sea solo por una noche, muestra que estas son memorias subterráneas (Pollak, 2006), que esperan agazapadas su oportunidad para volver a emerger, narrarse nuevamente y entrar en una disputa por los sentidos del pasado y del futuro.
Referencias
Piper, I. (2009). Investigación y acción política en prácticas de la memoria colectiva. En R. Vinyes, El Estado y la memoria. Gobiernos y ciudadanos frente a los traumas de la historia (págs. 151-172). Barcelona: RBA Libros.
Pollak, Michael. 2006. Memoria, olvido, silencio. La producción social de identidades frente a situaciones límite. La Plata: Ediciones al Margen
Vinyes, R. (2009). El Estado y la memoria. Gobiernos y ciudadanos frente a los traumas de la historia. Barcelona: RBA Libros.
Muchas gracias por el recordatorio y la reflexión.