“Eso es lo que quieres de un ‘número dos’. No quieres a alguien muy inteligente. Quieres a alguien agradable, al que quieran. No tonto, pero alguien que pueda caminar detrás de ti sin que te apuñale.” El irlandés, la última película de Martin Scorsese, es también la historia de un “número dos”, como lo es también la historia de la contracara de la definición que nos da esta cita. Las palabras que no son las cosas, o cómo Jimmy Hoffa –el líder sindicalista norteamericano desaparecido en Detroit en julio de 1975– vislumbró su muerte, sin saberlo, una noche en un hotel, conversando en pijama con su hombre de confianza. Hoffa y “el irlandés”, Frank Sheeran, son también otras cosas además de personajes de la historia norteamericana del siglo XX: en la enorme pieza de ficción que nos regaló Scorsese este fin de año, son palabras, o mejor, hombres (y) hechos de palabras transitando un mapa que señala y anda trayectos posibles, en un espacio re-imaginado y re-corrido: el creado por las películas de Scorsese, en primer lugar, y por todo el cine (y la televisión) de mafia, los mob films de Scorsese y otros, en segundo lugar.
El irlandés de Scorsese se basa en el libro I Heard You Paint Houses: Frank “The Irishman” Sheeran and Closing the Case on Jimmy Hoffa, bestseller del ex-abogado Charles Brandt. La crónica recoge el testimonio de Sheeran, quien en 2004 confesó su relación con Hoffa y la mafia italiana, y lo más importante, su crucial participación en la desaparición y muerte del sindicalista. Se dice que Robert De Niro vio en el libro un excelente material para un guion cinematográfico y convenció a Scorsese de hacer la película. La veracidad del relato de Sheeran –y del relato trabajado en la ficción de Scorsese– acerca de este hecho y otros articulados puede ser cuestionada a través de las investigaciones del FBI sobre el caso Hoffa y una serie de hechos ya comprobados sobre las vidas y las muertes de varias figuras de la mafia citadas por Sheeran en el libro y reimaginadas por Scorsese (y Pacino, y De Niro, y Pesci y un largo etcétera) en la película.
Así, es posible que las palabras de Frank no tengan sino alguna relación con las cosas, pero no de la manera en la que estas son imaginadas por el irlandés, el “número dos” que escucha –sí, también–, pero, sobre todo, el que va delante y habla, final y principalmente, solo y consigo mismo. El irlandés es una película que se escucha: la calibrada arborización del relato, desde un tronco grueso hacia sus ramas y hacia otros elementos de un bosque negro cubierto de vísceras reorganizadas con una trituradora de madera, se sostiene en el relato de un personaje repasando un trayecto de ida, un viaje sin retorno, tratando de argumentar el devenir de los hechos en otros hechos, iluminando y oscureciendo a la vez su voz, la de un hombre que supo mover la cabeza frente a los poderosos, callar y hacer. Mantenerse vivo. En esta voluntad, su relato, como el quiebre a su único mandato del asentimiento, podría ser el de un delirio de grandeza de alguien que no fue grande o, y esto me parece más interesante, podría hablar de un ejercicio más grande, el de la película en sí: la re-articulación de la historia (la de Sheeran, la de Hoffa, la de la mafia de Estados Unidos) para su posible redención. Aquello que comprueba también Tarantino en Érase una vez en Hollywood (2019): que ni las palabras ni las cosas están cerradas en tanto discurren como imágenes.
Parece que estuviéramos ante las imágenes de El irlandés como ante una articulación gigantesca de pantallas que resuenan a ecos y estallidos en otros lugares de la memoria del espacio fílmico. A la manera en la que, según Zizek, Hitchcock trabajó una serie de gestos a lo largo de toda su obra –gestos que no pueden ser reactualizados sino por Hitchcock mismo y no por un remake–, Scorsese construye una serie de escenas que nos llevan a otras de sus películas y otras imágenes del género del cine y la televisión sobre la mafia en Estados Unidos. Son incontables las referencias a Goodfellas (Scorsese, 1990), por ejemplo, que van más allá de una reubicación de situaciones o actores, y apuntan a un ánimo que “recuerda a”, que resuena fuera de campo. En otro campo de referencias, resuena a Taxi Driver (Scorsese, 1976) la escena en la que Frank reflexiona sobre la elección de un arma idónea para matar a Joe Gallo. Y la escena del asesinato de este incontenible y molestoso mafioso abre una complicidad –por la configuración y el carácter del espacio, el montaje con la escena del carro aparcándose y los movimientos del asesino– con la escena final de la serie de televisión Los Soprano (David Chase, 1999-2007), la otra gran biblia de las imágenes de la mafia en la pantalla. Tal vez, leyendo estas referencias, ustedes encontrarán las suyas propias. Esta película es, literal y precisamente por esto, inmensa.
Sin embargo, el gesto más importante del volumen de la obra, también debido a su metraje, es la autorreferencialidad. El irlandés es una película anclada en la escucha, sobre todo, de sí misma. Capaz de hacer mojones entre uno y otro suceso, pero también entre una y otra imagen, aludiendo sus transitoriedades, el relato se dirige al menos hacia dos puntos: el final y el propósito del viaje que hacen Frank Sheeran y Russell Buffalino, y el fin del segundo. Uno que, de manera potente y profundamente desoladora, no vemos. Tal vez mostrar la muerte del irlandés haya sido un gesto tan obsceno que, como para el caso de uno (el más grande) de los tantos Tony de este universo, la oscuridad sea la única representación posible.
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