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La rebelión de los sonidos: de Zama a Lazzaro feliz

En el espacio periférico de la América colonial del siglo XVIII a orillas de la cuenca del Río de la Plata en Paraguay, Zama, otrora el enérgico pacificador de indios, hombre sin miedo, se sumerge en un trance, como boqueando en las aguas terrosas de un destino que no está en sus manos.

El otro día, un amigo me compartía sus ideas acerca del plano secuencia, que su desarrollo implica relacionarse y estar con los ojos abiertos frente a la expresión viva de un contexto. “El cine es capaz de captar una vida de las cosas que en la vida diaria pasa desapercibida por nosotros. Los objetos ya están interpretados, digamos, y aunque el cine clásico más narrativo trata de domar esos elementos, igual termina cayendo, ¿no?”. Cuando me dijo esto, inmediatamente pensé en una serie de objetos indomables, que se rebelan de las limitaciones del encuadre y terminan por esparcirlo fuera de sí mismo, por ejemplo en una película boliviana reciente, Eugenia (2018) de Martín Boulocq. Luego, cuando vi una entrevista a Lucrecia Martel de noviembre del año pasado, que circula nuevamente en redes sociales por su titular noticioso pertinente (“Lucrecia Martel: ‘La ultraderecha que viene puede ser peor que el fascismo’”, El País), pensé que hay algo aún más incontrolable que las vidas de las formas visibles de los objetos: las vidas de sus formas sonoras.

No solo en Zama (2017), sino en los anteriores tres largometrajes de la realizadora argentina, el trabajo con el sonido habla acerca de una inaprehensible, y por eso también paradójica, voluntad de quebrar los regímenes de visibilidad que estructuran un cotidiano en el que la producción, la circulación y el consumo de imágenes e imágenes en movimiento responde a una estructura de control que, también, pasa desapercibida por nosotros a diario. “No puedo concebir el sonido como una cosa que se le pega a la imagen sino que el sonido fue el camino para trampear y sacarse la presión de la educación y ver cosas que uno quiere tratar de ver”, dice Martel en la entrevista citada. En su última película (que se la puede ver en televisión por cable estas semanas), esta voluntad de ver cosas que uno quiere tratar de ver es una sensibilidad que atraviesa las formas que componen la vida del personaje, de la novela de Antonio di Benedetto a los ojos y oídos de Martel, y, en medio, los ojos y los oídos de Zama mismo.

Zama es un personaje de orilla, “un pez que pasa la vida en vaivén, luchando para que el agua no le eche fuera, porque el agua le rechaza, no le quiere luego”, como canta la narración con la que la película comienza. Este hombre que espera en el rechazo en tanto este lo vincula al mundo, este hombre que desea sin ser deseado, “emplea todas sus energías en la conquista de la permanencia”. En el espacio periférico de la América colonial del siglo XVIII a orillas de la cuenca del Río de la Plata en Paraguay, Zama, otrora el enérgico pacificador de indios, hombre sin miedo, se sumerge en un trance, como boqueando en las aguas terrosas de un destino que no está en sus manos. Escucha voces, que le invocan un pasado que no puede beber, pero al que se debe para un hartazgo en el que el tiempo se quiebra. Quebrado el tiempo en su discurrir, queda el trance, la repetición, los ecos y las coreografías salvajes de la formas salvajes la permanencia. Todo, a través del sonido, de la composición y recomposición de una partitura sonora para la derrota, en la que las voces no tienen origen y el encanto de una conversación se convierte en el ruido de la nada que rodea a esta y no abandona la cabeza, nublada, ahogada, de Zama, el hombre sin miedo.

Zama (2017), de Lucrecia Martel.

Algunas de las secuencias más sobrecogedoras de la película de Martel se sostienen en la indomabilidad del sonido, desde la subjetividad del personaje, sí, pero sobre todo desde la autonomía ominosa del espacio. Algo parecido, pienso, sucede en otra película de 2018, que comparte con la de Martel la sensibilidad del personaje principal y la tensión que a partir de este se debate entre centro y periferia. Lazzaro feliz (2018), de la italiana Alice Rohrwacher, tiene una fábula parecida a aquella con la que inicia Zama: en la película de Martel, el pez orillado termina flotando sobre el río, en la de Rohrwacher, un lobo y un santo que entiende a los animales conjuran a través de su diálogo el carácter tan diáfano como indomable de un hombre expulsado del tiempo. Lazzaro, el chico de los mandados en la hacienda de tabaco de una marquesa, en un tiempo no determinado pero que resuena a fines de los 80 y principios de los 90, encarna una serie de gestos que lo marginalizan, lo disminuyen, lo sitúan por fuera de su reducido grupo social, el de una treintena de trabajadores pobres bajo un régimen de esclavitud en un pueblo perdido en el norte de Italia –parte de la historia que es real en la película.   

Desde la liberación que proporciona el humor y la tragedia, amalgama que dialoga con una impronta del neorrealismo italiano, Lazzaro feliz es una película sobre las heridas de un tiempo y un espacio concretos. Así, el espacio rural, en una primera parte del film, y el espacio urbano, en la segunda, son atravesados de una especie de corte, que los vincula al punto de cifrar su tensión en el sacrificio de la bondad. La costura de una temporalidad subjetiva que no cabe, la de Lazzaro, con aquella que corre y marca la velocidad del mundo contemporáneo, la que lo rodea y en la que se inserta, es, como en Zama, una costura hecha a partir de la composición del sonido. En la película italiana, la indomabilidad de las formas sonoras de las cosas se origina en la imposibilidad de darle unos orígenes, unas fuentes permanentes e inalterables a estas formas. Los personajes alzan continuamente la cabeza, para ver sí, pero sobre todo para, en primera instancia, buscar de dónde viene algún sonido, y en segunda instancia, para volcar un sonido en el espacio y el tiempo. Inaprensible, Lazzaro no está en ninguna parte.

Lazzaro feliz es una película que habla de una realidad cruel e insostenible, en la que la pobreza se vive a costa de milagros y paradojas de la velocidad del tiempo contemporáneo, los desplazamientos, los migrantes y sus esperanzas. Hay otras en el campo, truncadas por la injusticia y la impunidad, como la historia del asesinato de Javier Chocobar, cacique de la comunidad Chuschagasta, en Tucumán, el 12 de octubre de 2009, suceso sobre el que Martel hace un documental. En la entrevista que ya citamos la directora cuenta: “Los cuatro minutos antes de que lo asesinen están filmados por el dueño del campo. Se ve la preparación para ese crimen y me interpeló el uso de la imagen por parte de alguien que está armado. Que además de la cámara tiene un revólver”. Paradoja de la modernidad, no.

Mary Carmen Molina

Mary Carmen Molina

Crítica e investigadora en cine. Editora de publicaciones especializadas en audiovisual boliviano. Programadora y productora de contenidos culturales vinculados a la difusión del audiovisual boliviano y a las mujeres este campo. Co-fundadora y co-editora de la página web Cinemas Cine (2009 y 2014). Gestora y curadora del ciclo Cine español en Bolivia (2013-2015) y del Encuentro de Cine de la Fundación Simón I. Patiño (2014-2018). Editora de contenidos impresos del Festival de Cine Radical (desde 2016) y de los libros Insurgencias. Acercamientos críticos a Insurgentes de Jorge Sanjinés (2012) y Latinoamérica Radical (2019), entre otros. Co-fundadora en 2019 de la plataforma digital www.imagendocs.com. Co-productora y co-conductora del programa radial Cine con Cristal, de Radio Cristal de La Paz, entre 2008 y 2012. Co-productora y co-conductora del programa radial La mirada incendiaria, de Radio Deseo de La Paz (desde 2016). Consultora en comunicación. Licenciada en Literatura y candidata a la maestría en Literatura boliviana y latinoamericana de la Universidad Mayor de San Andrés de La Paz. Como investigadora en literatura, se especializa en literatura boliviana y literatura boliviana escrita por mujeres en el siglo XX, y representaciones de lo femenino en la literatura boliviana de principios del siglo pasado. Tiene artículos y estudios sobre las obras de María Virginia Estenssoro, Blanca Wiethuchter, Jaime Saenz, Oscar Cerruto, Ricardo Jaimes Freyre y Alberto de Villegas, entre otrxs autorxs. Fue parte del grupo de investigación La crítica y el poeta, de la Universidad Mayor de San Andrés de La Paz, Bolivia, con varias publicaciones en volumenes colectivos (2011-2019).

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