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Lynch vs. Nolan en Los Álamos: entre las entrañas del mal cósmico y los interminables tejemanejes de la burocracia militar industrial

America is not a young land: it is old and dirty and evil. Before the settlers, before the Indians… the evil was there… waiting.

W.S. Burroughs

El 25 de junio de 2017 David Lynch lanzó una de sus últimas proezas audiovisuales en el capítulo 8 de Twin Peaks: The Return. Nunca mejor dicho: el capítulo cayó a la televisión como una bomba, atómica. Después de una performance de NIN, macabra a más no dar, pasamos al conteo regresivo en Los Álamos y, en lugar de darle dos mil vueltas al asunto, de repente, estamos dentro del hongo, tan dentro como lo permite la poesía visual de un genio incomparable en el cine norteamericano de las últimas décadas del siglo XX e inicios del XXI. Poesía, poética, poiesis del mal en este caso, de un mal al que la humanidad no había tenido acceso ni en su imaginario más destructivo, acaso a través de los arquetipos más devastadores que ha concebido la especie. Acompañadas de la sinfonía de Krzystof Penderecki dedicada a las víctimas de Hiroshima, las imágenes desfilan con una abstracción propicia para referir al mundo cuántico, pero también y, sobre todo, para hacernos palpar la idea de un mal insólito, de un portal abierto hacia una atrocidad innombrable. Nada sería eso; el viaje (¿el trip?) parece transportarnos hacia el génesis de una nueva mitología, una mitología nuclear, íntimamente ligada al sueño capitalista y a la utopía moderna, una especie de caverna platónica con imágenes untadas en dispensadoras de gasolina, tiendas de abarrotes y teatros art-deco en medio de la nada polvorienta, fantasmas de jóvenes carilindos en vena Paul Anka, engendros de animales mutantes y, cómo no, una cohorte de entes nacidos de la explosión que bien se podrían calificar como zombis pordioseros atómicos (¿el terror supremo del soñador americano?).

El hincapié radica en la necesidad de un lenguaje cinematográfico insólito para expresar un terror insólito, un aparato formal capaz de contener la visión de una pesadilla insospechada. 

He ahí la razón para comparar ese capítulo específico con el grandilocuente larguísimo metraje de Christopher Nolan; el filme en cuestión no cesa de resaltar las características inéditas e inimaginables de esta nueva arma a la que sometieron a civiles japoneses el 6 y 9 de agosto de 1945. Este nuevo mundo de energía sin parangón, en Oppenheimer está lejos de ser retratado como tal, con un lenguaje apropiado a semejante suceso epistemológico donde, quizás, la imaginación jugó un rol mayor que la razón cartesiana. Al contrario, Nolan propone un lenguaje tan típicamente hollywoodiano dentro de una veta “oscarizable” que no es de extrañar que constatemos exactamente los mismos dispositivos que aplica en Batman, Dunkirk o cualquier otra de sus películas, casi siempre pretenciosas, pirotécnicas y efectistas, oscilando entre North by Northwest y Die Hard sin llegar jamás a la inteligencia de la primera ni al entretenimiento de la segunda. Con esto no pretendo afirmar que Oppenheimer no sea una buena película; al contrario, se trata de un biopic de sumo interés y cuidadosamente construido. La performance de Cillian Murphy es notable; el irlandés sostiene el relato con un virtuosismo extraordinario.

Tampoco se puede negar el aporte netamente político de Oppenheimer al poner sobre la mesa de debate un tema que (por tener el ganador derecho al relato histórico definitivo con moraleja y todo) había quedado supuestamente zanjado: la legitimidad misma del lanzamiento de las bombas contra la población civil de un país enemigo agonizante, raquítico y exhausto hasta lo humanamente posible. La elección de explorar los meandros burocráticos detrás de decisiones de vida o muerte en masa, la doble moral de una nación genocida que se pretende humanista y mesiánica, la elección convenenciera y arbitraria de aliados y enemigos, la persecución del pensamiento libre en el país de la libertad, en fin, en esas más de tres horas atestiguamos tantos impases e hipocresías de la política estadounidense que terminamos por banalizarlos. 

El aspecto criticable no se centra tanto en la película como tal sino en la recepción desmesurada de la misma y su sobrevaloración excesiva e irreflexiva. Muchos no dudan en calificarla como un hito cinematográfico o la “mejor película del siglo”. No me considero un espectador exhaustivo del cine del siglo XXI, sin embargo reconozco una multitud de películas potencialmente superiores a lo largo de esta centuria por autores que, como Nolan, forman parte de ese tránsito entre el siglo XX y XXI. Mulholland Drive o INLAND EMPIRE del propio Lynch; The Barber, No country for old men, Burn after reading,  Hail Cesar o The Ballad of Buster Scruggs de los Coen; Spider, A history of violence o Crimes of the future de Cronenberg; Hero de Yimou; Zatoichi o Dolls de Kitano; Hable con ella o Volver de Almodóvar; The pianist o Carnage de Polanski; Gran Torino o Letters from Iwo Jima de Eastwood; Mad Max Fury Road de Miller (para amantes de la acción y el montaje de infarto), todas me parecen portadoras de un cine mucho más innovador, osado y exquisito que esta biografía muy bien hecha, sin duda, pero eso nomás. No soy particularmente enemigo de metrajes muy largos, pero no sé a qué santo, Nolan consideró que Oppenheimer iba a resultar mejor aumentando una hora más de lo que ameritaba: el amontonamiento de escenas empapadas de suspenso sin clímax (comparables a un coito que, por evitar la precocidad, se torna aburrido y culmina en una pérdida de erección) termina restando a todo el esfuerzo actoral, musical, fotográfico y sonoro.  Si recurro a la comparación de la última entrega de Nolan con el famoso capítulo 8 es debido a que la representación cinematográfica de una ontología absolutamente nueva e impredecible como la cuántica, amerita(ría) una forma cinematográfica absolutamente nueva e impredecible: una poética de la paradoja y la contradicción, capaz de superar los principios lógicos de identidad y tercio excluso, describir el devenir sombra de la luz y viceversa, sacudir tiempo y espacio para tejer una  realidad insólita, capaz de hacer del principio de incertidumbre un valor estético y de asomarnos a la paradoja de ser y no ser al mismo tiempo y en la misma medida; en suma, una imagen que, cual escudo de Perseo frente a la Gorgona, nos haga visible el mal inconcebible desatado por una simple detonación, un punto de no retorno para una cultura moderna asediada por sus propios fantasmas prometeicos. Se trata de un enorme desafío, está claro, más acorde a un viejo y loco demiurgo como David Lynch que a un (más que nunca) onanista, rimbombante y pretencioso Christopher Nolan en la cúspide de su carrera.

Diego Andres Loayza

Diego Andres Loayza

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