Autores: Santiago Espinoza y Andrés Laguna.
El viaje siempre ha rondado lo humano, desde sus inicios. Al fin y al cabo, la historia de la migración, la historia de los viajes, es la historia de la humanidad. Ésa no es una novedad. Basta recordar algunas de las obras fundamentales de la literatura universal para sostener la afirmación que venimos a hacer. Por ejemplo, pensemos en el Poema de Gilgamesh (probablemente escrito en la primera mitad del II milenio a. C), en el Poema de Parménides (seguramente escrito entre 480 y 475 a. C.), en La Odisea (que data del siglo VIII a. C) de Homero, en el Popol Vuh (se cree que fue escrito alrededor de 1557), en Don Quijote (la primera parte fue publicada en 1605 y la segunda en 1615) de Miguel de Cervantes, en el Ulises (publicada en 1922) de James Joyce o en En el camino (publicada en 1957) de Jack Kerouac. Todos, libros de viajes o en los que el viaje juega un rol protagónico. Todos, crónicas de desplazamientos externos pero, ante todo, internos. Todos son retratos del alma humana, de su condición esencial.
En el cine, como no podía ser de otra forma, el viaje siempre ha jugado un rol importante, siempre ha sido un argumento recurrente. Cuando los hermanos Lumière filmaron en 1896 L’arrivée d’un train à La Ciotat, la celebérrima llegada del tren postal a la estación, film que no dura más de un minuto, nos remitían a un viaje, desconocido, sí, pero por eso mismo sugestivo. La llegada del tren es el fin de un recorrido, pero ante todo la imagen y el movimiento de la cinta de los Lumière contienen un viaje, que a pesar de no estar filmado, está presente. Esta película de un minuto, conjugada con nuestra imaginación, puede detonar y construir la más fabulosa aventura, la más fabulosa narración, una que comience por el final. En la novela de Osvaldo Soriano Triste, solitario y final (1973), Oliver Hardy piensa: “Los trenes tienen algo que ver con el principio y con el final”. Justamente, de eso se trata L’arrivée d’un train à La Ciotat.
Seguramente, el viaje inolvidable y máximo, la odisea cinematográfica por excelencia, es Le voyage dans la lune (1902), el viaje a la luna de George Méliès. El viaje más extremo del ser humano, el que nos desplaza fuera del planeta, también es uno de los gestos inaugurales y fundamentales de la historia del cine. En una entrevista para Cahiers du cinema, Jacques Derrida decía: “Ir al cine era la organización inmediata de un viaje”. Justamente, de eso se trata. La experiencia cinematográfica es un viaje en sí. Pero, lo interesante está en que buena parte de sus argumentos, de sus temas, de sus ideas, se desarrollan en torno al viaje. El cine es un viaje en forma y fondo.
Una de las manifestaciones más evidentes y representativas de la relación cine/viaje es la road movie. En este género cinematográfico, los protagonistas realizan un viaje en una carretera, lo interesante es que el desplazamiento no sólo es geográfico, como decíamos más arriba, ante todo es un desplazamiento hacia uno mismo, hacia lo más profundo del ser. Los viajes de las road movies, si son respetables, siempre son iniciáticos. Los ejemplos que vienen a la cabeza no son pocos y son muy sugerentes: Easy Rider (1969) de Dennis Hopper, Stranger than paradise (1984) de Jim Jarmusch, Paris, Texas (1984) de Wim Wenders, Thelma & Louise (1991) de Ridley Scott, My Own PrivateIdaho (1991) de Gus Van Sant, The Straight Story (1999) de David Lynch, Y tu mamá también (2001) de Alfonso Cuarón, Familia rodante (2004) de Pablo Trapero, Little Miss Sunshine (2006) de Jonathan Dayton y Valerie Faris o Into the wild (2007) de Sean Penn.
Viajando por Bolivia
En el cine boliviano el viaje siempre ha sido un elemento recurrente. Durante el periodo post revolución del 52, la migración interna fue atendida con recurrencia, muchas cintas implícita o explícitamente se sostienen narrativamente en algún tipo de expedición, en algún tipo de viaje. Los personajes y los cineastas se desplazan constantemente. Los mejores ejemplos, desde lo argumental y desde la propuesta artística, son algunas cintas de Jorge Ruiz y otras de Jorge Sanjinés. Nos detendremos en algunas en especial. En Vuelve Sebastiana (1953), la obra maestra de Ruiz y de Augusto Roca, la protagonista –una niña chipaya (Sebastiana Kespi)- sale de su pueblo, realiza un viaje que no sólo la conectará con el mundo externo, terminará conduciéndola a su origen, a sus raíces más profundas y milenarias. El viaje de Sebastiana comienza siendo un viaje hacia territorios desconocidos, hacia el corazón de otra cultura –la aymara, mucho más en contacto con occidente–, es un viaje hacia lo desconocido, hacia lo exótico y lo seductor. Pero, después de enfrentarse con la violencia del mundo externo, Sebastiana termina realizando un desplazamiento hacia el corazón de sus tradiciones, de lo que realmente es. La negación de sí misma, de manera radical y violenta, después de un accidentado camino, termina siendo la afirmación de sí misma, la afirmación de Sebastiana.
Otro ejemplo de la importancia del viaje en el cine boliviano es Yawar Mallku (1969) de Sanjinés. Fundamentalmente, todos recuerdan que esta magnífica cinta denuncia con rigor al arbitrario y agresivo control natal realizado en Bolivia por el Cuerpo de Paz. Sin duda, ese es el tema central de la primera parte de la película. Pero, otras cuestiones son más relevantes en la segunda parte de la cinta, cuestiones que ilustran bien el tema que estamos tratando en este punto. Recordemos que cuando Ignacio (Marcelino Yanahuaya), uno de los dirigentes de la comunidad protagónica que sufre el control natal, deduce que la esterilidad de las mujeres está relacionada con la presencia de los gringos, el pueblo delibera y decide castigar a los extranjeros, castrándolos. En el enfrentamiento con la policía varios comunarios son asesinados, Ignacio es herido gravemente. Paulina (Benedicta Mendoza Hunaca), su mujer, decide llevarlo a La Paz para que lo curen, lo lleva en un camión, sobre la carga. En la ciudad son acogidos por el hermano obrero de Ignacio, Sixto (Vicente Verneros Salinas). Desde ese momento, el maestro Sanjinés nos muestra el enfrenamiento de lo rural con lo urbano, nos muestra las dolorosas experiencias de los habitantes de una nación clandestina. No es pertinente entrar en muchos más detalles, pero es importante señalar que en el viaje del campo a la ciudad, Ignacio, Paulina y Sixto se encontrarán de frente con la exclusión, con la violencia, con la alienación, con la anomia. Jamás volverán a ser los mismos.
Entrando en el período de análisis de este trabajo, hay que apuntar que, en La nación clandestina (1989), Sanjinés lleva la cuestión del viaje a su punto más extremo. La película cuenta el regreso de Sebastián Mamani (Reynaldo Yujra), de Sebastián Maisman, a Willkani, su comunidad altiplánica. Sebastián dejó a su familia de niño, sus padres lo dejaron a cargo de los patrones, vivió en la ciudad. Cuando creció se hizo militar represor, se cambió de apellido, fue matón de Inteligencia, volvió a su comunidad, se hizo líder, aprovechó su condición para hacer negociados y para hacer maniobras políticas, traicionó a su gente, lo expulsaron para siempre. La nación clandestina es una película sobre los constantes viajes de Sebastián, su viaje hacia la alienación, su viaje hacia la negación de sí mismo, su viaje hacia la bestialización, su viaje hacia la corrupción, su viaje hacia el arrepentimiento, su viaje hacia la redención a través del Jacha Tata Danzante, pero, ante todo, La nación clandestina es el viaje de retorno a los orígenes. En la cinta, Sebastián camina desde La Paz hasta Willkani. El camino le trae recuerdos, el camino de regreso remite al camino de salida, el volver contiene al irse. El lento desplazamiento de Sebastián lo conduce a su destino, lo conduce hacia lo que es. El viaje de La nación clandestina es el viaje hacia uno mismo, hacia la patria verdadera, hacia la nación que nos acoge, hacia el lugar al que siempre pertenecemos.
Encendiendo los motores
En el cine de la democracia, en el cine de los últimos veinticinco años, se comienzan a realizar películas con formato más parecido a las road movies estadounidenses, a las road movies clásicas; es más, un gran número de las cintas estrenadas durante los últimos treinta años se podrían calificar como road movies bolivianas. La cinta inaugural y fundadora de esta tendencia, muy probablemente, es Mi socio (1982) de Paolo Agazzi. Protagonizada por David Santalla y Gerardo Suárez, la cinta cuenta la historia de un camionero –Don Vito (Santalla)– que debe viajar de Santa Cruz a La Paz, transportando carga en su viejo vehículo, en su socio. En el camino se encuentra con Brillo (Suárez), un niño camba, que será su ayudante, su compañero, en el desenlace del resto de la cinta. La película sigue los moldes y los arquetipos característicos de este tipo de historias: el viejo duro, matrero y mañudo, el muchachito inteligente, mañoso y tierno, tipos marcados por la soledad y por la falta de amor, terminan encontrándose, salvándose el uno al otro. Siguiendo una constante muy peculiar del cine boliviano, el cariño que nace entre Don Vito y Brillo, esa relación de padre e hijo, esa relación en la que se olvidan de las diferencias socioculturales, quiere representar a su manera la tan ansiada unión entre el occidente y el oriente bolivianos. Incluso, una de las canciones de la película explícitamente alienta a la comunión entre cambas y collas. El camión que recorre las carreteras troncales del país, une a la patria, diluye los desencuentros; aparentemente, Don Vito y Brillo, al quererse, también lo están haciendo. Como en una especie de fábula del asfalto, los dos personajes terminan olvidando sus grandes diferencias y problemas gracias al amor, a la fraternidad, a la amistad. El ser bolivianos, pobres, solitarios y excluidos los une. Tal vez el personaje de Santalla representa a los collas, al país viejo, a los que fueron protagonistas casi exclusivos de la historia nacional hasta los años ochenta. Seguramente, el personaje de Suárez representa al oriente boliviano, joven y pujante, lleno de esperanzas, empeñado en ser distinto a Don Vito, siguiendo algunos de sus pasos. Tampoco hay que olvidar que en el trailer de la versión restaurada, el que está en la edición DVD, se pueden escuchar frases categóricas y desmedidas que contienen las pretensiones del film: “dos seres humanos que son la síntesis del país”, “Mi socio es el país”.
Mi socio no sólo inaugura la tradición de las películas de carretera, también es pionera en la inclusión de elementos de comedia en la filmografía nacional, pero lo que es más relevante es que funda un discurso algo artificial y repetitivo del cine del periodo democrático, ese que recita más o menos lo siguiente: “más allá de nuestras diferencias, los bolivianos siempre estamos unidos”. Varias cintas posteriores, inscritas exactamente en los mismos géneros, tienen un discurso similar y evidentemente son deudoras directas de Mi socio. Los ejemplos más notables y claros son: Sena quina (2005) del mismo Agazzi y ¿Quién mató a la llamita blanca? (2006) de Rodrigo Bellott. Estas dos películas, que además son propuestas que experimentan con el digital, son road movies y son específicamente comedias. A diferencia de Mi socio, no tienen otra pretensión que arrancar carcajadas al público y proponer un final “conciliador”, un final feliz. Son portadoras de un mensaje de unión nacional, de integración que, entre risa y risa, pretende dar esperanzas a la gente. Entre líneas nos dicen: “un país unido es posible”. El recorrido de los personajes principales de las carreteras nacionales pretende ser la metáfora perfecta de la unión nacional.
Curiosamente, las más recientes road movies bolivianas hacen un viaje inverso al de Mi socio, el recorrido se hace de las tierras altas a las tierras bajas, casi siempre el viaje comienza en La Paz y termina en Santa Cruz, pasando por Cochabamba. Como si se pretendiera simbolizar que el protagonismo se desplaza, las cosas ya no suceden sólo en la sede de Gobierno, otros territorios también son válidos, ya no todos los caminos conducen a La Paz. Eso es algo que se ha hecho efectivo y evidente: la cinematografía nacional en los últimos años se ha expandido. Hoy por hoy, se han rodado largometrajes en casi todos los departamentos, salvo Beni y Pando.
Otras carreteras, otros caminos
Hay algo de curioso en esta tendencia nacional, pues la road movie nace y llega a su punto más alto en los Estados Unidos, el país de las highways, el país en el que todos están conectados por una carretera. Lo que es extraño y vale la pena reflexionar al respecto es que Bolivia está lejos de ser un país en el que los habitantes y las comunidades se comuniquen a través de carreteras. Si bien nuestras ciudades están conectadas por pavimento, la gran mayoría del país está lejos de las carreteras. Nuestras comunidades y nuestros pueblos todavía se conectan a través de senderos, de caminitos de tierra, buena parte son intransitables en vehículos motorizados. Además, se viaja en camión o en bus, no en autos veloces y descapotables, no son viajes a alta velocidad, más bien son lentos, reposados, en los que se contempla el paisaje, en los que se para para tomar una chichita o comer un platito. Para que los personajes se contacten con el país, para que hagan un viaje hacia sí mismos, para que se desplacen hacia sí mismos, deben salirse de la carretera, entrar en lo más profundo del país. Ahí radica la esencia del viaje iniciático nacional.
La película de carretera que entendió esto y lo propuso es Cuestión de fe (1995) de Marcos Loayza. Esta cinta, que guarda un tenor formal algo parecido a Mi socio, contiene propuestas discursivas distintas. El país no se une a través del viaje por las carreteras interdepartamentales, el país no se une necesariamente con un mero desplazamiento geográfico, son los personajes los que se encuentran, aunque ese encuentro no tiene otras pretensiones. El encuentro es de singularidades, no de arquetipos culturales, ni de “seres humanos que son la síntesis del país”. En Cuestión de fe, el viaje se realiza de la ciudad al campo, de La Paz a los Yungas, de tierras altas a tierras bajas, es un viaje en el que se descubre al país, porque se conoce a la gente, porque se conoce lo que está más allá de la carretera. Cuestión de fe contiene elementos distintos a la road movie clásica, es una película de carreras rurales de un país pobre, de caminos accidentados y de tierra, pero que conducen al corazón de lo boliviano, mejor dicho, al corazón de los bolivianos.
En cintas como Sena Quina, La Llamita blanca o American visa existe un elemento coincidente en el viaje o en el desplazamiento, se ve interrumpido por un bloqueo de algún tipo, manifestaciones políticas o folclóricas cortan el trayecto. En esta visión del país, la comunicación, la unión a través de la carretera, es interrumpida, pero, siempre se logra superarla, al final se convierte en una experiencia anecdótica. La recurrente necesidad de mostrar bloqueos, más allá de estar fuertemente relacionada con la coyuntura nacional, es una muestra de cómo ven al país los realizadores.
La road movie boliviana siempre parece narrar un viaje en el que buscamos entendernos a nosotros mismos. Como dice Maurice Blanchot, “el arte […] describe la situación de quien se perdió a sí mismo, de quien ya no puede decir ‘yo’, de quien en el mismo movimiento perdió el mundo, la verdad del mundo, de quien pertenece al exilio…”. Con el mismo afán de encontrarse a uno mismo, Lo más bonito y mis mejores años (2005) de Martín Boulocq, se inscribe como una especie de road movie atípica, como una especie de anti-road movie. La película abre con una imagen poderosa: un enorme puente estalla en mil pedazos, se desploma. La carretera no está bloqueada, ha sido cortada, rota, dinamitada, es intransitable. Entonces, la cinta se desarrolla dentro de una ciudad. Tres jóvenes desalentados viajan hacia ninguna parte, deambulan sin rumbo en una ciudad descolorida, el desplazamiento geográfico es un fantasma presente, pero no parece posible, parece una ilusión. El desplazamiento interno sólo parece conducir a un lugar, la nada y hacia un solo sentimiento, la desesperanza. Los tres personajes, Berto, Camila y Víctor, se mueven todo el tiempo, pero nunca llegan a ningún lado, están encerrados. Incluso les roban las llantas del vehículo que los transporta, un viejo Volkswagen del 69. Parece que el universo confabula para que no hagan ningún tipo de viaje. El film se soluciona cuando logran salir de ese círculo en el que giran, de ese circuito cerrado, de esa carretera que no conduce a ningún lado. En Lo más bonito y mis mejores años los personajes no se encuentran a sí mismos, más bien, la cinta termina cuando comienzan el verdadero viaje interno, la cinta parece ser la enunciación del viaje verdaderamente iniciático.
Como toda manifestación artística, la road movie boliviana, la película de viaje nacional, se pregunta por lo que somos. Muchas respuestas se han ensayado, muchos discursos han sido formulados, desde muchos lugares se ha dicho; lo único que queda claro es que el género no está agotado. La realización de Los viejos (Boulocq, con estreno aún pendiente) y de Rojo, amarillo y verde (Boulocq, Bastani y Bellott, 2009), parece que renovará lo hecho hasta ahora.
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