No somos ciegos, querido Padre, solo somos hombres. Vivimos en una realidad cambiante a la que intentamos adaptarnos como se mecen las algas ante el empuje del mar.
El Gatopardo, de Luchino Visconti
Alba Balderrama
El cine boliviano está plagado de dichos, mitos y lugares comunes. Uno de esos lugares dice que el cine digital, el cine de los jóvenes, ha matado al padre, es desarraigado y despolitizado. Como si tuviera que serlo. Como para probar lo contrario un grupo de jóvenes realizadores, dominantes en la escena del corto actual, son los que se inclinan por afirmar que la influencia del cine de Jorge Sanjinés −de La nación clandestina (1989)− los ha afectado, les importa y la consideran esencial al momento de emprender sus proyectos. Carlos Piñeiro, Kiro Russo, Pablo Paniagua, Miguel Hilari y Gilmar Gonzáles conforman este grupo, se reúnen en la “esquina de la nación” y dialogan con ella, con la realidad que los interpela y con la tradición del cine boliviano. Se reconocen seguidores y lectores del cine de Sanjinés, ahí comienza todo, ahí sus elecciones estéticas y éticas cobran sentido y fuerza.
En Enterprisse(2010), de Kiro Russo, un cargador lleva en su espalda, por las calles de la ciudad de La Paz, un muñeco gigante de Woody (el vaquero feliz de Toy Story) para entregarlo en un parque de diversiones. Una vez entregado el muñeco, mira cómo se divierte la gente en un juego mecánico que gira a toda velocidad. Hasta ahí el relato se desarrolla en un pulcro blanco y negro. El girar de la máquina, de las luces y del cargador subido en el juego mecánico está a color, en un movimiento circular de la imagen.

Se ha leído más de una vez que este muñeco, con su gran cabeza y su artificialidad, funciona como una evocación en el espectador boliviano −cinéfilo− de la gigante máscara del Tata Danzanti que carga Sebastián en La nación clandestina, de Jorge Sanjinés. Una evocación que nos remite a la obra cumbre del cine boliviano pero con algunos matices. El cargador de Russo, cuando se sube al juego mecánico, no mira al pasado sino que se monta en el futuro y gira, circula en él. El cine se ofrece como un lugar para disfrutar, para mirar con placer y regocijo del movimiento, del cine en sí. Movimiento circular que cobra otro sentido al de retorno en Sanjinés.
Aquel movimiento circular, reminiscencia del plano secuencia circular andino teorizado por Sanjinés y muchos más, aparece de igual manera en el corto de Miguel Hilari, Adelante (2014). Rara avis del cine boliviano más joven, Hilari opta por titular Adelante su corto, que va, temporalmente, hacia atrás. El futuro está hacia atrás. El corto documental sigue tres momentos de la danza en Bolivia, la danza como identidad y paisaje de una realidad social. No olvidemos el baile del Tata Danzanti del filme de Sanjinés. Sin ninguna concesión con el espectador y menos con él mismo, Hilari utiliza el cine para reflexionar sobre la identidad social e íntima pero también sobre la identidad del acto de filmar, la identidad del cine y su cine, posiblemente.
El personaje colectivo, pilar de la filmografía y de la Teoría y práctica de un cine junto al pueblo del Grupo Ukamau y Jorge Sanjinés, es un aspecto importante en el trabajo de Hilari, donde a pesar de hablar de temas personales, los personajes terminan siendo una comunidad, en este caso de bailarines y sus entornos.
En tres bloques vemos, primero, fragmentos de una pieza de danza contemporánea, en la que se encuentran parejas, hombre y mujer. El segundo bloque nos lleva a la calle, a una entrada folklórica, a otro encuentro: el baile de los tinkus, a través de planos cercanos y caóticos que siguen a los bailarines de cerca. Corte directo en algún lugar de la Isla del Sol, unos músicos tocan y bailan al son de la música autóctona, en plano secuencia circular o semi circular, en medio de los danzantes se revela otro encuentro, el de la cámara de Hilari con la cámara de una mujer de la tropa de bailarines que filma; se cruzan miradas. Por un momento tomamos conciencia, lo que vemos es una elección, es un acto de escritura y de mirada. Hay una intención de hacernos conscientes de este hecho, de que el cine es también pensar. Sobra decir que la influencia de Sanjinés e incluso de Jorge Ruiz está ahí, en el baile, en la ronda de los músicos dispuestos como los pobladores en el primer corto de Sanjinés, Revolución (1964).
Y no se puede hablar de Sanjinés sin pronunciar aquella palabra, revolución. Pablo Paniagua, con sus cortos Uno (2010; en co−dirección con Nicolás Taborga) y Despedida(2015),instaura en el espectador y dentro de la lógica de este grupo el espíritu de la revolución, de la nostalgia tan presente en la literatura y en el cine soviético. Los dos cortos están construidos sobre la fotografía en blanco y negro, el blanco y negro de la memoria, y con una voz en off en ruso, que recuerda a los filmes de Aleksandr Sokúrov, cuya marca de identidad es la intención poética que aparece en el uso del sonido y la voz en off. Una voz que, al igual que en los cortos de Paniagua, nos remite a un pasado, a una infancia donde algo se dejó. El sonido en los cortos de Paniagua permite a la imagen despegar y elevar el relato a un nivel superior. Y el idioma de los poetas y de los grandes escritores rusos, de “los intensos”, aporta una atmósfera poderosa a estas producciones. En ambos cortos se respira un aire de elegía constante, que se abre como una herida desnuda por lo que se perdió.

Ignoro si las influencias de estos cortos se encuentran en la literatura rusa pero sí están, en alguna medida, en el cine ruso de Andrei Tarkovski, Mijaíl Kalatozov y el propio Sokúrov. Un cine que se caracteriza por un método de representación no naturalista, la experimentación y la búsqueda de construcción de conceptos desde el montaje. Así es como el realizador se expone a sí mismo y su mirada se hace evidente. La influencia del cine soviético en este grupo de cortos es patente también por su inclinación hacia el documental, hacia la atenuación de los límites entre la ficción y el documental, que les permite explorar las posibilidades expresivas del medio.
Cabe mencionar que la cohesión de este grupo de realizadores, que ha entendido que el cine es un arte de muchos, que se necesita un entorno y una afinidad de varios para tener una producción constante, periódica y enriquecedora, se logra también desde otros ámbitos y quizá en este caso, como en el cine ruso, sea el literario.
Sokúrov establece un puente entre el cine y la literatura: «El cineasta soviético Romm, en sus cursos en el instituto cinematográfico, llamaba la atención de sus estudiantes sobre el hecho de que los primeros montajistas habían sido los escritores –dice–; cada obra literaria es un himno al montaje. Porque el escritor desplaza la atención de un punto a otro, describiendo al principio el contexto general, por ejemplo la residencia en la que se sitúa la acción. Pero luego pasa a lo que nosotros llamamos la descripción del personaje principal, cómo se viste, el calzado, después las manos, la silueta. Hay pues un plano general, un primer plano, un plano medio. La literatura, sobre todo la del siglo XIX, como la del inicio del XX, preparó, por así decir, al montaje cinematográfico.»
De esta manera, desde la escritura, robustece el trabajo de este grupo de realizadores el ímpetu intelectual y mirada afilada de Gilmar Gonzáles, que ha sido guionista de los cortos de Kiro Russo y editor del documental de Miguel Hilari, El corral y el viento(2014). El más temible de estos enfant terribles, apartado de la ortodoxia, posiblemente sea Gonzáles, que apuesta por los errores, los cortes bruscos, el montaje buscando sentidos, buscando la provocación y la sorpresa. Es su manera de alejarse del “cine bonito”, perfectito, del cine de la institución contra el que se estrella por haber dejado sin rebeldía a los jóvenes cineastas. Se aleja de ese cine no solo en pensamiento, palabra y omisión, sino también que piensa en maneras de distribución y exhibición alternativas y diferentes para sus trabajos y los de todo el grupo, imagina un mejor circuito de difusión alternativo para que sus trabajos sean vistos por un público también alternativo.
Si bien estos realizadores, hijos del “proceso de cambio”, reconocen la influencia de la tradición cinematográfica boliviana, rehúyen a cualquier relación o asociación con esa tradición. Sobre todo porque le critican su incapacidad para resolver viejas taras del cine boliviano, como los fondos de fomento, los préstamos pendientes, la falta de formación de un público y de un mercado sólido y atento a las nuevas propuestas y formatos.
Alba Balderrama, "La esquina de la nación". En Imagen Docs, www.imagendocs.com. La Paz, julio 2019.
Este texto es parte de uno más amplio, titulado "Las esquinas del corto boliviano", publicado en Memoria. El corto boliviano, hoy (La Paz, Espacio Simón I. Patiño: 2016), V Encuentro de Cine organizado por el Espacio Simón I. Patiño de La Paz, en junio de 2014.
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