El lugar parecía una caverna: poca luz, hombres sucios y con pieles, haciendo sonidos que no parecían palabras. La escena se componía de, en un costado, un hombre o dos discutiendo con violencia alrededor de una mesa, y, del otro lado, un hombre con una o dos mujeres cogiendo con más empeño que gracia. Las dos situaciones cabían en un mismo espacio, reducido, oscuro, sin mucho empeño ni desgracia. Esta fue la primera imagen de Game of Thrones que vi alguna noche de zapping en la tele y que busqué años después, cuando comencé a ver la serie. Nunca la encontré.
Como otros amigos a los que también les gustaba ver series, desprecié muchos años a GOT. Recuerdo haber utilizado esa escena borrosa en la memoria como argumento para decir que la serie me parecía poco interesante y predecible. La razón principal, sin embargo, era una especie de señalización de buen gusto y distinción “intelectual”: ni en la fantasía de guerras y tensiones de reinos imposibles, ni en la vulgaridad del consumo y complicidad masiva y colectiva de un producto en diversos formatos, ni en la aburrida fórmula de poder, sexo y violencia, ni en un tipo bajito y no tan churro llamado Jon Snow, menos en una reina y sus dragones, en nada de eso podría encontrarse nunca ninguna reflexión mínimamente válida sobre la condición humana contemporánea digna de ser vista y vivida, condición tan profundamente modelada por obras maestras como Los Soprano, Mad Men, The Wire, es decir, series en serio.
Como varios entre esos amigos, algún rato acabé cediendo. La curiosidad, la morbosidad, sí, pero sobre todo la necesidad de complicidad hicieron que me decida a escuchar los relatos de un fanático, uno de verdad que leyó todos los libros y había visto todas las temporadas varias veces, que tenía la mano del rey enganchada en el canguro, y que estaba seguro de que GOT era una gran serie. Le creí.
Vi las primeras seis temporadas en poco más de seis meses. Estaba entusiasmada, preguntaba a amigos si no entendía algo, buscaba artículos, participaba activamente en las charlas de las que alguna vez me había sentido orgullosa de estar fuera. Era parte de esa masa vulgar y felizmente hermanada en el consumo de un producto altamente comercial en sus diversos formatos. Y lo disfrutaba, hasta la cuarta temporada, con poco empeño y algo de gracia. Había algo de moderación: no iba a leer los libros, no quería saber de memoria las historias de todas las casas nobiliarias de Westeros. Me bastaba con seguir las tensiones alrededor del poder y no perder de vista la maravillosa y enceguecedora gracia de una de las más potentes aristas de la serie: el diseño de vestuario, las telas, el ornato, la costura, la estilización y la peluquería, el desmedido e infalible encanto de la monarquía. Y en el centro de esta fascinación –para mí y para todos, aunque desde diversos ángulos y perspectivas–, las mujeres. El desastroso final que dejó inconforme a millones de espectadores confirma no solo el poder de este eje, sino el cinismo del curso que decidieron darle, y, profundamente articulado a este, la efectiva e infalible arista de la representación y la configuración de las mujeres en la sociedad a través del vestido y el arreglo.

Game of Thrones es una historia de reyes y reinas, reinos, ciudades y territorios en disputa, tensiones de poder en relación con el gobierno, amenazas ingobernables, héroes y herederos que persiguen un bien colectivo o individual, o una venganza; familias que pesan y persisten, libros que guardan historias desconocidas, agentes que tienen el poder de abrir estos contenedores misteriosos; amor, traición y tradición. Alguien diría, no sin estar equivocado, que esta descripción cabría también para muchísimas otras piezas de la ficción occidental contemporánea o no, series de televisión, pero también literatura y cine. Son pocos los temas, menos reducidas las formas, como más o menos dijo Borges. Me parece interesante marcar que esta misma descripción, en el entendido de la diversidad de formatos audiovisuales desde la segunda mitad del siglo XX (desde la televisión y la publicidad, hasta Youtube, las plataformas de streaming y las redes sociales), se empalma también con formatos televisivos altamente populares desde hace varias décadas: por el género del melodrama, con las telenovelas; por el empaquetado de los sucesos y sus protagonistas, con los programas de chismes y habladurías de monarcas (Corazón) o famosos (E! Entertainment Television); o, por la popularidad aun en el gracias al vacío de contenidos (séptima temporada), con algunos reality shows (Keeping up with the Kardashians). No encuentro mucha diferencia entre los motivos que mueven a Daenerys hacia el final de la serie de aquellos que impulsaron a María Hernández (la del Barrio) o, incluso, Xica da Silva. Tampoco veo mucha distancia entre la lavandería de calzones sucios de la monarquía española y la de Desembarco del Rey, los Lannister. Y no lo niego: a pesar de todo, permanezco fiel (#TeamLannister).
Disfruté mucho más la última temporada porque existe Twitter y, en general, el internet. Este dio como prueba de la infalibilidad de sus formas la petición firmada por un millón de personas en change.org para rehacer el final de la serie con “competent writers”. Que se rehaga o no, no es el punto: el punto es la demanda que, además de terminar por trivializar uno de los métodos más serviles del activismo, culmina la relación de gran parte de los espectadores de la serie con su posicionamiento como consumidores formulando una queja hacia los productores. No creo que el mundo se acuerde de esta petición cuando venga el primer spin off.
Hilos por aquí, hilos por allá, Twitter estaba lleno de historias más interesantes sobre GOT que GOT en sí y la floja mecánica narrativa de su temporada final. Luego de ver el capítulo final, una amiga me contó que había visto un hilo sobre los significados ocultos en el vestido con el que Sansa Stark es coronada como reina del Norte. Lo leí y aprendí un montón. Luego, seguí buscando en la red: no solo hay hilos, sino videos, artículos, memes, gifs, fotos, reportajes, proyectos de documentales acerca o alrededor de este “detalle”. El diseño de vestuario siempre fue uno de los focos de atención de la producción de la serie, que desde la primera temporada compuso un equipo de un centenar de personas trabajando en diseño y confección, bordado, peluquería, diseño de armaduras y armas, para los personajes principales y los miles de extras que pasaron en cada temporada. Explotando el poder comunicativo y narrativo que vehiculizan y configuran las prendas y todo el conjunto de la indumentaria para la identidad de los sujetos, los productores de la serie (y Martin desde los libros) configuraron para cada familia, para cada ciudad y región de la historia un estilo particular, signo de su identidad profundamente ligado a sus propósitos y sus decursos narrativos y emocionales. Ulteriormente, la suntuosidad de las prendas de la serie como emblema del poder confirma una de las fascinaciones que sostiene no a las monarquías al interior de la historia sino al concepto y la realidad de las monarquías en la sociedad hoy en día. No veo diferencias entre el revuelo mediático que suscita el vestido de novia de una reina real y contemporánea, y las pasiones y resonancias también mediáticas que levantaron los vestidos de los personajes de GOT, sobre todo de los personajes femeninos. La mirada sobre ambos bienes suntuosos se fija en las formas y los colores como marcas de distinción social: lo vaporoso de las telas, el detalle de bordados, la simbología de los colores, todo calibrado de un rango de mesura y discresión que corresponde a la moral atribuida al personaje. No son casuales los escotes de Margaery Tyrell, su carácter y su final, ni la transformación de la paleta de colores del vestuario o el corte de pelo de Cersei Lannister, ni el regalo que le hicieron a Rania de Jordania en Tafileh y la foto que subieron a su cuenta en Instagram.


Cabe preguntarse, entonces, si la fascinación por GOT, a través de su vestuario y lo que este significa a gran escala, no tiene nada que ver con las más oscuras y contradictorias fascinaciones de la sociedad contemporánea y sus realidades históricas y políticas más vivas. Ahora, pienso que es bueno señalar una diferencia al interior de la gran masa de espectadores de GOT, que es, en parte, una casualidad: aquella masa que se encandila con GOT viviendo en países que tienen monarquía, y aquella otra que no, o ya no. La diferencia, que puede ser sutil y se atendería en otro tipo de comentario y no este, dibuja una línea difusa entre la nostalgia y la emergencia de lo siniestro. Recuerdo ahora el tweet de otra amiga, que acusaba a Jon Snow de feminicida, y las respuestas a este tweet y otros comentarios similares que marcaban que GOT era “solo una serie”. En verdad, lo es. Sin embargo, vuelvo sobre mi postura cuando me resistía a ver la serie y despreciaba a quienes lo hacían, y encuentro que en las pasiones que esta serie despierta –ancladas profundamente en la representación del poder, es decir, la composición de sus imágenes– es posible hallar una reflexión mínimamente válida sobre la condición humana contemporánea digna de ser vista y vivida.
Y esta condición habla de un estado y de una elección cabalmente reaccionaria con respecto al poder y, específicamente, el poder en manos de las mujeres. El radical e incoherente desarrollo del personaje de Daenerys en la temporada final (hay algo de verdad en la petición de change.org) atiende al peligro y al terror que significa imaginar un mundo gobernado por una mujer, y no así por la tradición, el peso de esta, que en esta historia, como en todas, es enteramente patriarcal. Parafraseando al brillante análisis de Slavoj Zizek sobre el final de GOT: la conversión de Daenerys en la “reina loca” es una fantasía masculina que revela lo terriblemente incomodo que resulta una mujer que interviene en la vida política y tiene el poder de cambiarla por completo, el poder de ser un agente de cambio que, durante toda la serie, pelea por algo nuevo, un orden diferente que acabaría con las injusticias de los siete reinos y el mundo entero. Su deseo de poder es presentado de una forma completamente diferente en los últimos capítulos, en relación a cómo este deseo se construyó durante toda la trayectoria de guerra del personaje. Antes, Daenerys sobre uno de sus dragones encandilaba en los espectadores emociones de gloria y victoria, incluso esperanza. En el penúltimo capítulo, esta misma escena, por la estilización del personaje, despierta un sentimiento trágico e incluso compasivo. Ella, la que perdió el peinado y la razón, por un deseo de poder que resulta que ahora no le corresponde. El amor, como motor de lo contradictorio, es lo más parecido a una trampa, no para ella, sino para los espectadores. Me parece más justo con la verosimilitud del personaje imaginar que la crueldad de su accionar responde a sus búsquedas políticas y no así a su fracaso amoroso. John Snow no sabe nada.

La suerte de las demás mujeres no me parece más alentadora. Que Arya termine encaminándose hacia donde terminan los mapas y la peligrosa sugerencia de que este “lugar” sea América es revelador, otra vez, por la identidad del personaje a través de su atuendo. Ella, vestida de soldado (imagen que comparte con otras mujeres de la serie) en una embarcación, no hizo otra cosa que recordarme a varias mujeres que durante siglos, sobre todo los siglos XVI y XVII, tuvieron que adoptar el hábito de soldado para vivir y sobrevivir en Europa y el Nuevo Mundo, poniendo en obra diferentes estrategias e impulsando variados y, a veces, contradictorios deseos: el honor, la guerra y la patria, la aventura, el amor. Que esta (la configuración de una identidad velada en el contexto sugerido de la conquista de América) sea la única forma en la que la serie empodere a una mujer, en el siglo XXI, me parece terrible. Y creo que acá el contexto medieval de la historia no juega en contra. La fantasía, se supone, podría permitir algo diferente. Es decir, hasta había dragones.

El caso del vestido narrativo de Sansa en las secuencias finales de la serie cierra no solo el poder que el diseño de vestuario configuró para el desarrollo y las decisiones narrativas de esta producción, sino la representación que esta historia compone y permite para las mujeres en el poder. Esta representación tiene dos vías, encarnadas en las dos hermanas Stark, mujeres “con poder” sobrevivientes de la guerra, pero en otra serie de personajes femeninos que se enfilan detrás de ellas: la guerrera y la dama. Ambas, curiosamente exiliadas del centro del poder. Arya se va porque quiere, sí, y, del otro lado, nos enseñaron que los deseos Sansa están por detrás de las búsquedas del personaje por proteger el honor y la historia de su familia. Arya se va, lo dice ella, a un no lugar. Sansa no está en el trono de hierro, sino su hermano. Todo el empaquetado es efectivo porque, al parecen, ellas deciden su destino. Sin embargo, vale la tena atender el didáctico monólogo de Tyrion en el que nos explica a todos porque la serie termina así y a través de cual se sugiere que las historias de ellas no son lo suficientemente «cautivantes» para ponerse sobre las de los demás. La tradición pesa, los monarcas permanecen, las mujeres están controladas y están fuera de juego. Nada puede cambiar. Las capas, para Bran, tal vez sí. Por ahí en el oeste no le hace tanto frío.


Coincido plenamente. He extrañado la profundidad de Carmela Soprano o Betty Draper en GOT.
En cuanto al vestuario a mí me pareció muy planeado, o de recetario diseñado por hombres. Lo cual no se ve en estás dos series que, cómo bien dices, son más intelectuales, otro también menos precocidas en algunos aspectos como el del vestuario.
Creo que hubo personajes femeninos más logrados y con los que empaticé más en GOT cómo Lady Mormonth o Lady Stark pero ya creo que es de gustos.
Gran texto, gracias Mary!