En una desafortunada intervención en Sucre, a principios de la anterior semana, la presidenta transitoria Jeanine Áñez intentó ganarse un poroto con la élite conservadora capitalina, al levantarles la insignia de racistas que llevan costurada en sus cruzados pechos desde mayo de 2008. En una lectura libre de sus palabras, la mandataria les aclaró que golpear a mujeres de pollera, desnudar a hombres de abarcas y a todos hacerles besar la bandera sucrense para que así renieguen públicamente de su adhesión al (¿finado?) proceso de cambio, no constituyen conductas discriminatorias ni racistas. Imagino que para Áñez esos desmanes forman parte de la violencia folclórica de los capitalinos, que son apenas expresiones atávicas de su fascismo secularmente arraigado. Qué sé yo.
Por fortuna, la relectura en clave “pitita” de la Jefa de Estado cae en saco roto no bien a uno le asaltan las imágenes de ese capítulo de la historia universal de la infamia que sacó a la luz César Brie pocas semanas después de los vergonzantes y criminales hechos del 24 de mayo de 2008 en Sucre (por los que, si mal no recuerdo, hubo juicios y condenas). Titulado “Humillados y ofendidos”, el documental de Brie es un registro urgente de la violencia que fue maquinada y celebrada por las “cabezas” (es un decir) del Comité interinstitucional y ejecutada por sus huestes juveniles, que ultrajaron a campesinos que esperaban al entonces presidente Evo Morales para la entrega de unas ambulancias, en ocasión del aniversario cívico de Sucre, y acabaron siendo cruelmente escarmentados a vista y paciencia de los sucrenses, pero también del resto del país y, cómo no, del Gobierno masista que ya entonces ponía a prueba su providencial pasividad ante la indefensión de sus bases.
Por varios días busqué, sin mayor suerte, un texto que escribí a poco del estreno televisivo de “Humillados y ofendidos”. No habiendo memoria digital de su existencia, tuve que recurrir al archivo impreso, aún útil para cosas como esta, y me topé con un escrito que llevaba por título “Pánico y asco en la capital”. A más de su manido encabezado, me llamó la atención su inicio, que interpelaba la labor de los medios de comunicación, que no habían sido capaces de o no quisieron exhibir la violencia fascista y racista de los capitalinos que agredieron a los campesinos ese 24 de mayo de 2008. Traigo a colación ese apunte porque me temo que, como hace más de 10 años, rige en los medios masivos una suerte de ley del silencio, que otrora se aplicaba ante los coletazos de la oposición al MAS y que hoy se ha reactivado para “hacer frente a” (es otro decir) los excesos diarios del Gobierno transitorio contra los resabios del evismo y todo lo que huela a él, a título de combatir la sedición que habitaría en todos los que no andan con su “pitita” en el bolsillo.
Yo mismo me pregunto, mientras escribo esto, si no estaré incurriendo en sedición o en lo que para la Ministra de Comunicación convierte a un periodista en sedicioso. O quizá, estoy solo trasgrediendo los límites que Roxana Lizárraga ha fijado para la libertad de prensa. Pero, a riesgo de pecar de una u otra cosa o de ambas, voy a releer el artículo que escribí sobre el documental de Brie y, sobre todo, voy a verlo una y mil veces (pues está completo en Youtube) para no acabar creyéndome la versión “pitita” de nuestra historia reciente. Esa que Áñez quiere contarnos. Esa en la que los “salvajes” son los otros, los campesinos. Esa en la que los que no comulgamos con su verdad, somos sediciosos. Esa en la que no hay humillados ni ofendidos. Esa que, por fortuna, ha de ser incansablemente desmentida por el testimonio de la ignominia que guarda el audiovisual de César Brie.
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