
Hace varios años, casi diez, el crítico Sergio Zapata escribía sobre el estreno de la versión restaurada de Wara Wara, el film de 1930 de José María Velasco Maidana que estuvo perdido durante ocho décadas. Zapata escribía pensando la película en tanto forma aparecida entre medio de otras, una materialidad frente a otras, y todas producidas por un paisaje en determinado estado, delimitado temporalmente entre el presente del estreno (septiembre de 2010) y diez años para atrás, la primera décadas del siglo XXI. Para Zapata, Wara Wara supuso una ruptura en una continuidad, siendo esta un conjunto de películas cuyos fundamentos estéticos se mostraban deudores del lenguaje de la publicidad y mermados de creatividad por una tendencia a la homogeneización de la narración y el montaje. “Wara Wara, en primer término como aparición, ya supone una ruptura, porque es el fin de un mito: el hallazgo material destruye todo guiño al mito y a la circulación de la imaginería. Así mismo, se supone una ruptura por el solo reconocimiento del argumento, un romance entre un conquistador español y una ñusta indígena y, en último término, es una excepción ya que se aleja de las publicidades largas que se están exhibiendo en las salas de nuestro país”.
Veo en este análisis de Wara Wara y el contexto de su reaparición una voluntad por activar una mirada expansiva hacia el cine boliviano, que vea las articulaciones entre los elementos que produce un paisaje común. Hoy, a punto de terminar la segunda década del siglo XXI, este paisaje es, al menos, heterogéneo, una combinación en sobreposición de varios paisajes, comunicados o intrincados unos con otros por estrategias más o menos discernibles, más o menos accidentales. El número de actores/participantes en este terreno expandido es limitado, y las relaciones existentes entre estos al interior de un elemento con aquellos otros al interior de otro son más o menos discernibles, muchas veces accidentales, a veces interesantes. En este artículo quiero hablar de tres (o cuatro) elementos y las relaciones que entablan entre ellos y otros elementos en el paisaje actual del audiovisual en Bolivia, en un delimitado periodo de tres semanas: del 3 al 22 de marzo.
En su desafortunado y muy comentado artículo “Duendes en el cine nacional” (Página siete, 3 de marzo), el crítico e historiador de cine Alfonso Gumucio utiliza una estrategia que, separándola de los propósitos originales de su uso, me parece vital para pensar el cine boliviano hoy. En el artículo, esta estrategia no es vital por justamente los propósitos que la encausan: la celebración de unos elementos (en realidad, nombres de autores) frente a la señalización condenatoria de otros (autores y otros), que estarían arruinando el panorama, contestando mal a la pregunta que le quita el sueño a Gumucio: ¿qué cine quiere Bolivia? En la segunda parte del texto, Gumucio alude a algunas películas como “honrosas excepciones” en un contexto de “malas” películas bolivianas, pero también “malas” costumbres del espectador boliviano, que ya no “se interesa” por el cine boliviano, sino por comer pipocas, ver DVD y cine de acción. La lectura moral de Gumucio es anacrónica (digamos que las pipocas podrían haber sido un “problema” cuando aparecieron las multisalas, hace más de diez años) y chata (es más molestoso el ruido de las bocas masticando pipocas que el de otro tipo de problemas –de orden económico, por ejemplo– que encuentra una película nacional para ingresar a una sala de cine). En fin, lo que interesa rescatar en este caso es el gesto, accidental en Gumucio, de notar y anotar películas en tanto conjuntos, articuladas por diferentes caracterizaciones o intereses (de la crítica o los realizadores), y no solo por sus estéticas o temáticas.
Entre los realizadores y las obras que Gumucio no rescata está Procrastinación (2015) de Sergio Pinedo, el Pirelli. La película acaba de mostrarse en el ciclo de cine boliviano contemporáneo organizado por el crítico Sergio Zapata, a través del programa de radio La mirada incendiaria (en el que comentamos, con Zapata y el crítico cochabambino Santiago Espinoza, el 8 de marzo) en el espacio INT.cine de La Paz. Para la promoción de la exhibición salieron dos nuevos afiches del film, uno de los cuales acompaña esta nota. El gesto de composición de estos materiales es por demás elocuente y expresa, según mi mirada y lo que vengo escribiendo, una lectura más sofistica de las relaciones de elementos (productos, películas) en el paisaje heterogéneo del cine boliviano en la actualidad. Una película, en su actualización (exhibición, reposición) contaminada de otras, explorando y explotando un encuentro material e inorgánico que no dibuja caminos (qué cine quiere Bolivia) sino procesos. Una película que se piensa constantemente y, con ello, piensa su hacer en relación a otros. Acá hay ironía y no burla, distancia vital y no vanidad.
Entre los realizadores que sí rescata Gumucio están Jorge Sanjinés, Paolo Agazzi, Marcos Loayza, Antonio Eguino. Todos ellos, como Gumucio, forman parte del plantel de docentes de la Escuela Andina de Cinematografía. Estos días circuló en Facebook un video promocional de la Escuela, que comienza con la pregunta “¿Quieres hacer cine?”. A ella sigue un montaje de imágenes de la película Para recibir el canto de los pájaros (Sanjinés, 1995), que cuenta las vicisitudes de un grupo de cineastas filmando en una comunidad indígena un largometraje sobre la conquista española en América. Si esto responde a la pregunta que angustia a Gumucio, entonces estamos ante otro anacronismo. ¿Qué tan vital es buscar rehabilitar procesos de producción cinematográfica del pasado en un contexto, boliviano y mundial, en el que bullen muchas y nuevas otras formas de hacer una película? Sin embargo, hay algo vital, pero que emerge de forma inconsciente, en este video: la película escogida como material y la pregunta acerca de cómo y qué sucede cuando uno o algunos cineastas de la ciudad llegan al campo a querer hacer una película, pregunta que reformulan, poniendo en obra otras formas de producción, algunas películas bolivianas de los últimos años: El corral y el viento (2014) de Miguel Hilari, Nana (2016) de Luciana Decker, Fuera de campo (2017) de Marcelo Guzmán y Mauricio Durán.

Ver una película desde sí misma, sí, pero también desde otras es un recurso de análisis que me parece vital para el paisaje actual del cine boliviano. Preguntarse por las relaciones de composición de una pieza, pero también por aquellas combinaciones y articulaciones que se construyen entre una pieza y otra, desde sus materialidades más diversas (una película, un afiche, un montaje derivado publicitario, una crítica de cine) no enseña un camino ni da una respuesta, sino un proceso de pensar el cine a través de su potencia y contingencia.
Texto originalmente publicado en la página de Imagen Docs en el periódico La Razón, 26 de marzo de 2019.
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