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#covid19 El virus: irrupción y desnudamiento (primera parte)

El COVID-19 logró desnudar a instituciones, gobiernos y sistemas de los discursos que los protegían. Expuso sus falencias y sus prioridades. El sistema de salud, que no había merecido sino recortes presupuestarios y desidia, es proclamado ahora como heroico y los gobiernos intentan subsanar con urgencia la precariedad a la que lo habían condenado. Por consecuencia, el sistema económico, desigual y poco solidario, debe tomar medidas para cuidar al ciudadano de a pie, antes de que el sistema colapse. El sistema educativo, por su parte, recibió una paradójica demanda: “suspender sin suspender” y ha delegado en padres, maestros y digitalidad el proceso educativo.

Del tutor al tutorial

Los padres se ven colocados, incluso legalmente, como responsables del aprendizaje, sin que nadie los haya capacitado. Por su parte, los profesores, ni preparados ni habituados a la digitalidad, han sido conminados a aprender con urgencia cómo usar una plataforma (no su lógica, finalidad o presupuestos). Si se quiere evitar los daños por interrumpir la formación, ¿se trabaja por una educación que posibilite procesos de autoformación, de red y de nuevos aprendizajes, o se privilegia la continuidad institucional ‘a toda costa’? En la época de “hágalo usted mismo”, basta un tutorial en YouTube para aprender lo necesario-útil. Ser asesorado a distancia, sin posibilidad de pregunta, ¿es fructífero para un aprendizaje con más complejidad reflexiva? ¿Queremos una sociedad usuaria, localizable y eficaz, o una con tiempo para cuestionar los presupuestos de las armas a mano antes de preocuparse solo por el alcance del calibre?

¿Se puede formar sin el otro presente? La crisis actual interpela no solo a cómo hacer para no salir de casa y recibir lecciones a domicilio, sino a qué educación queremos. Esta pregunta involucra asuntos como qué carreras, por ejemplo, quedan suspendidas en un limbo; por lo tanto, deriva en qué hacemos con los estudiantes a medio programa (me comenta un estudiante de Administración de empresas “no sé qué empresa es la que podré dirigir acabando el último año de universidad que me falta”; otra alumna dice “estoy a medio pensum de la Carrera de Turismo en un mundo en el que no sé si la gente volverá a viajar”). ¿Qué función tendrá el profesor, qué posibilidades los alumnos, qué mandatos y apremios sociales y económicos proyectados y encomendados a las universidades y colegios, si los padres quiebran o ven seriamente mermados sus recursos?  ¿Qué función tendrá el profesor, qué posibilidades los alumnos, qué mandatos socioeconómicos las universidades y colegios? ¿Qué educación prepara para existir en la catástrofe y qué resistencias existenciales poseemos ante la frustración, lo desconocido, el derrumbe de horizontes o las muertes que no podremos ni velar ni enterrar? No hay tutoriales para responder estas preguntas. Debieran conformarse equipos de docentes, padres y alumnos para pensarlas. Si bien nadie apoya la parálisis y la suspensión indefinida, ¿no habría que ser ligeramente más ingeniosos para pensar una continuidad responsable, inclusiva y creativa, antes que un rápido desplazamiento de soportes? ¿No se ha interrumpido la vida misma y todos los órdenes conocidos?, ¿por qué la educación debe ser el último bastión en pie de continuidad? ¿Necedad o cuidado?

Del autoconocimiento a la autoformación

Para saber de uno, debe existir ese uno y estar consciente de sí; dos requisitos ni dados ni obvios. En una época de cinismo y de desazón, se ha evidenciado la existencia de sujetos que se perciben objetualizados o que maquillan su no-lugar de maneras autodestructivas. Ignorar esa crisis de subjetividad y pedir autonomía a esos mismos sujetos que no sienten su relevancia y que, en estado excepcional, se descubren solos, encerrados, teletrabajando (o estirando el último salario), ¿es legítimo?, ¿es realista?

Habría que preguntarse cuánto se construye con los otros la noción de sujeto (su autonomía y perspectiva crítica), para que puedan mirarse bajo un horizonte de exigencias propio, en diálogo con los presupuestos sociales. Dar lugar a que un ser humano sea el que es, en su enorme potencial, y formule preguntas propias es una de las tareas más arduas de todo el sistema educativo (incluyendo la familia, la iglesia, la comunidad, etc.). Otro avasallamiento de la emergencia es, pues, exigir a nuestros sujetos que, de pronto, aparezcan completos y en su sitio (ahora que lo hemos perdido), y que, además, se autoformen y se autocritiquen y se autoevalúen…

Foto: Christian Calderón.

Los descartados/los descartables

Otros presupuestos hirientes y errados ahora son, por ejemplo, creer que los jóvenes solo entienden la realidad audiovisual; que el mundo es digital y debieran eliminarse del planeta las prácticas interpersonales y presenciales de la educación; finalmente, se dice, todos tienen un celular, quien no se educa es porque no quiere. El primer supuesto reduce la vida de un joven a los medios digitales que usa. El hecho innegable de vivir una dimensión presencial y otra virtual, ¿justifica decidir que para las siguientes generaciones uno de estos niveles ha muerto y descartar la responsabilidad de hacernos cargo de lo humano, lo relacional, la corporalidad y la situación espacio-temporal de cada quién?

Segundo. Presuponer que en la educación digital se habla un lenguaje “compartido” (ideal) y que la educación presencial no da la talla ante los jóvenes de hoy, ¿no confirma el preconcepto cuestionable de que la universidad o la escuela debieran ser un menú de complacencia guiado por arquetipos?, ¿no es demasiado reducir el deseo y el ser del otro a la manifestación más usual en él y presuponer que la educación debe rendirse a esa demanda entre mercantil y productora de actores eficaces y eficientes?

Tercero. Un estudio de Eliana Quiroz comprobó que el 2% de la población usa el internet como herramienta de formación (Bolivia digital 2016). Hagamos educación con esa realidad. No tenemos el derecho de duplicar la brecha socioeconómica, excluyente para miles de personas, pues ni el Estado ni la sociedad han asegurado un acceso masivo, real y eficiente a recursos educativos presenciales, menos a los llamados virtuales. Queda fuera del supuesto mundo digital mucha gente. ¿No es imperiosa la piedad con uno mismo y con los otros en un momento de debacle tan enorme?

¿Optimismo?

Si asumimos la crisis educativa y trabajamos por repensarla y acercarla a la realidad, este es el momento de transformarnos como sujetos capaces de reinventarse. Esto no se podrá hacer si no reconocemos nuestras condiciones materiales e imaginarias.

Esta emergencia desnudó las condiciones culturales que sostenían la vida común  y es algo que tendríamos que saber leer para corregir. Dejó en evidencia flagrante las decisiones políticas en todos los regímenes. Puso en jaque, profundamente, el sentido de continuidad ciega de las actividades programadas, sobre el que descansa el funcionamiento y significado de las instituciones. Si estamos perdidos en las medidas a adoptar y que constituyan la respuesta apropiada que la sociedad nos exige, es porque a todas luces resultará insuficiente y miope, cínica y/o mezquina, mientras no sepamos formular las preguntas adecuadas. ¿Será por fin tiempo de pensarlas, a riesgo de mover pesadas estructuras sociales y subjetivas?

Nota de la autora: Una versión de este texto circuló en redes amigas; otra fue resumida para el blog ZADIG y publicada el 8 de mayo. Esta es una versión intermedia y condensada. Nota de la autora.

Mónica Velásquez Guzmán es poeta, crítica literaria y docente.

Fotografías de Christian Calderón.

Monica Velasquez Guzman

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