Hace una década Juan Pablo Richter estrenaba en la Cinemateca boliviana De qué color es el cielo? (2008) dejando entrever un cuestionamiento sobre la paternidad, además de una promesa en forma de búsqueda visual sostenida por el paisaje siendo afectado por los cuerpos que lo contemplan. Ambos elementos, la paternidad ampliada hacia la masculinidad y el paisaje ocupado por los cuerpos, permiten identificar en El Río (Bolivia, 2018), su primer largometraje en solitario, una puesta en forma de esas primeras afecciones. Las mismas aparecieron en el cortometraje El último paso (Bolivia, 2012), siendo el sacrificio condición necesaria para la redención, y en este caso la salvación del hijo.
El sacrificio, el paisaje en relación a los cuerpos y la paternidad encuentran su despliegue por momentos erráticos en esta primera obra, en la que Sebastian (Santiago Roso), adolescente, colla mudo, ocupara el cuadro y por extensión el paisaje. Descubriremos con y por medio de él el mundo masculino del Beni. Este descubrimiento será sostenido por Rafael (Fernando Arze), padre de Santiago, y su joven pareja, Julieta (Valentina Villalpando), configurando el triangulo dramático añorado por muchas ficciones bolivianas. En esta oportunidad, Fernando Arze y Valentina Villalpando sostendrán el triángulo hasta el epilogo.
Richter pone en boca de Sebastián elementos de cultura televisiva actual en el diñalogo más extenso entre el adolescente y su pareja, tomando como referencia Juego de Tronos. De la misma manera, introduce la novela 1984 (G. Orwell) en varias manos de los personajes, texto que debiera operar como un dispositivo narrativo; sin embargo, este sucumbe ante la potencia de otras tramas de la película. Estos gestos bien pueden asociarse a una cinefilia latente en el director que introduce imágenes rastreables a la emergente cinematografía del este de Europa, en particular la vertiginosa cinematografía ucraniana de inicios de siglo y la actual cinematografía del sureste asiático. Pero este ejercicio sería vacuo si no dialogara con otras imágenes locales.
Hace una década, Martin Boulocq situaba en Lo más bonito y mis mejores años (Bolivia, 2005) a tres jóvenes en Cochabamba que no sólo no podían cruzar los ríos sino que vivían rodeados de estos. Tanto es así que el único puente que los conecta con el exterior explota por los aires en uno de los prólogos más conmovedores del cine de Bolivia. Estos jóvenes, como los adolescentes de El Río, desean irse. En el film de Boulocq no saben bien a donde, pero ellos no conocen o no tienen barcazas y, quizás la gran diferencia, incluso generacional, no tienen motivos para irse.
Tras el sacrificio, necesario para la redención, Julieta decide cruzar el río, sola. Arropada por un plano secuencia sube a un barco donde se encuentra con mujeres liberadas (?) que enfrentaran al temible río y Richter nos guía hacia el horizonte hipnótico del gran Mamoré.
Texto originalmente publicado en la página de Imagen Docs del periódico La Razón, 12 de agosto de 2018.
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