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Fake Brasil

Son las siete de la mañana en Brasilia. Un youtuber con la camiseta del São Paulo FC entrevista a militantes de Bolsonaro en las afueras del palacio de gobierno. Sus preguntas son lo suficientemente incómodas como para que los bolsonaristas lo insulten. Nada nuevo bajo el sol: el bolsonarismo tiene mucho de barra brava y secta religiosa. Su uniforme es la camiseta de la selección brasileña de fútbol. Su rito, esperar a que el coche presidencial pase cerca de ellos y que, por gracia divina, el “Mito” (apodo que los conservadores le han puesto a Bolsonaro) les regale tres segundos de saludo. Hay gente que ha viajado kilómetros por esos segundos.    

Hoy es un día afortunado. El presidente sale del auto, saluda a sus seguidores. El youtuber no pierde la oportunidad y hace preguntas. No recibe respuesta. Bolsonaro regresa al coche en medio de vítores y banderas brasileñas. El youtuber, cuyo nombre es Wilker Leão, pierde la paciencia e insulta al presidente.

La escena debería terminar ahora, pero estamos en Brasil, un país tan intenso, tan grande que cuando quiere mirar a lo lejos solo puede ver su propia sombra, el último país de la región en abolir la esclavitud, una tierra de gente hospitalaria que siempre sonríe y que, con esa misma sonrisa, eligió como presidente a un hombre que dijo que los extranjeros del Congo y de Bolivia son “escoria”. Bolsonaro, el mismísimo “Mito”, baja del cochazo y se acerca al youtuber. Intenta quitarle el celular. Forcejea con él como un niño que pelea por el último juguetito de la piñata.   

Las elecciones presidenciales se llevarán a cabo en menos de un mes y la tensión no se deja esconder. De hecho, es defendida. Y hasta celebrada: millones de brasileños aplauden los exabruptos del presidente, que van desde aquel juego de niños con Wilker Leão hasta agresiones verbales a mujeres periodistas.

“Bolsonaro no es machista, es macho”, se dice en la calle.  

Del otro lado está el PT, el partido de Lula, que es el principal rival de Bolsonaro y cuya participación en las elecciones es para un apasionado por la política lo que para un fanático del fútbol sería una final Messi-Ronaldo: nunca en la historia reciente de América Latina dos líderes con tanta popularidad y tan distintos entre sí han disputado una elección presidencial.   

Como sucede en casi todas las elecciones en los últimos años, el rugido social se ha trasladado de las calles a las redes. Los memes han suplantado a los grafitis. Un tik tok de treinta segundos hace más que una concentración. Hay fake news capaces de triturar hasta la argumentación más sólida. ¿Hemos llegado a un punto en el que un experto en Canva es tan importante como un asesor de campaña?

Martín Caparrós ya lo dijo: el mundo de hoy es plano. Las playas, las selvas, las montañas, el pantanal –y el amor y el sexo y el colegio y la política y las ideas– caben en la pantalla del celular.

Vivo en Goiânia, una ciudad próspera al centro oeste del Brasil, un núcleo del agro donde los edificios de más de treinta pisos conviven con el aire vaquero de la música country que suena en los bares. El grupo de WhatsApp del condominio está lleno de stickers bolsonaristas y memes anti-Lula. Las noticias falsas se acumulan y se reproducen con una velocidad asustadora.

La mentira se vuelve verdad. Si hace unos días un meme mal hecho me decía que Lula les quitaría las tierras a los empresarios del agro, hoy el conductor del Uber comenta que tiene miedo: “si el PT gana, el Movimiento Sin Tierra invadirá la pequeña chacra que tengo en las afueras de la ciudad”.

Puede que las fake news sean delirantes y, en apariencia, respondan a la voluntad de un troll con la masculinidad demasiado frágil, pero lo cierto es que cada noticia falsa –así como pasó en las últimas elecciones en Bolivia, Perú, Colombia y Chile– es orquestada y congruente con los pilares del discurso defendido por los conservadores latinoamericanos y sus antiguos ídolos de botas: Dios, patria, familia. Así, según las fake news, la cantante Anitta, que apoya abiertamente a Lula, “tendría sida porque la ideología de género la ha llevado por un camino de perdición”; los indígenas “van a invadir el treinta por ciento del Brasil apenas Lula gane”; el PT estaría planeando “un fraude monumental”; absolutamente cualquier persona que hable de derechos humanos es “comunista, petista, un adoctrinado”; la izquierda propone un “gaysismo, pues quiere que todos seamos homosexuales”; y hoy por hoy, “debido al feminismo, las mujeres tienen más derechos que los hombres”, entre otras perlas.  

El discurso oficial, de manera frontal, es coherente con todo eso y ni por asomo intenta combatir la desinformación. El bolsonarismo –una de las ramas más virales de la derecha latinoamericana– es experto en crear infiernos supuestos, al igual que la religión: si votas por Lula, Brasil seguirá el camino del comunismo. “No queremos ser Venezuela. Vamos a salvar al Brasil del comunismo y de la ideología de género”, dice un candidato de ultraderecha en un acto de campaña para, a continuación, rezar el padrenuestro en coro con sus cientos de seguidores.

Este Brasil bicentenario, de fake news e ideas abstractas, como Dios o el comunismo, es el mismo Brasil en el que los dos principales candidatos presidenciales aparecen en toallas colgadas en la calle y, durante los debates, lanzan cifras de seis ceros y hablan de grandes infraestructuras para seducir al electorado. Lula (que disputa las elecciones luego de haber estado en la cárcel por una acusación de corrupción y, por tanto, impedido de participar en los comicios del 2018) tampoco se resiste a vender abstracciones: “Quiero que el Brasil vuelva a ser feliz”, es su frase más repetida. En el debate del 28 de agosto, Lula recuerda los millones que invirtió en educación cuando era presidente, mientras que Bolsonaro menciona otros tantos millones que su gobierno ha invertido en seguridad. Tantos guarismos, que tal vez no estén alejados de la verdad, pero que hacen menos ruido que una difamación masiva en forma de meme.

–Expresidiario –dice Bolsonaro sobre Lula.

–Estuve en la cárcel para que tú pudieras ser presidente. Me metieron a la cárcel porque sabían que yo hubiera ganado la última elección –asegura Da Silva.

Así como la televisión moldeó imaginarios a escala mundial, hoy en día las redes sociales tienen el poder de crear realidades inventadas que, a diferencia de aquellas generadas por la vieja caja tonta, viven en aparatos que llevamos a todas partes. Es como tener toda la información del mundo y toda la mentira del mundo en los bolsillos, vibrando el tiempo entero. Diseñadas para generar adicción, las redes sociales pueden ser muy eficaces para diseminar discursos de odio, los cuales, a su vez, se normalizan en nuestra retina gracias al famoso algoritmo: ponte a ver tres reels del pastor brasileño Silas Malafaia y, horas más tarde, tus redes se llenarán de sugerencias de contenido medieval. 

Al día de hoy, según las encuestas, Lula Da Silva le lleva doce puntos de ventaja a Jair Bolsonaro. La distancia puede alcanzar para que la izquierda respire con menos ansiedad, pero ni de lejos basta para mermar el discurso de odio y la desinformación normalizadas a estas alturas.

Como alguien lo dijo: Bolsonaro puede perder, pero el bolsonarismo, infelizmente, quedará.

Gabriel Mamani Magne nació en La Paz. Es escritor, traductor y profesor. Publicó las novelas Seúl, São Paulo (2019) y El rehén (2021). Ganó, entre otros, el Premio Nacional de Novela y el Premio Franz Tamayo. Reside en Brasil.

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Gabriel Mamani Magne

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