La universidad debería, por lo tanto, ser también el lugar en el que nada está a resguardo de ser cuestionado.
J. Derrida, Universidad sin condición
En un primer documento, repasaba yo el desnudamiento con que la actual pandemia pone en evidencia al sistema educativo. Daba entonces por supuesto un estado de crisis en que se halla la educación, en general, y la universidad, en particular, desde hace ya varias décadas, posiblemente desde los años 90 del siglo pasado. Explicito hoy ese estado de dificultad antes de preguntar si estaríamos en un escenario que amerite declarar estado de emergencia educativa.
Souza Santos, en un conocido libro traducido al español en 2007 y, por cierto, publicado en nuestro país, La universidad del siglo XXI, ya determinó tres crisis severas de esta institución: una de hegemonía, al perder su exclusividad como poseedora y formadora de conocimiento; otra de legitimidad, justamente por la percepción social de su pérdida de rol y de centralidad; y, finalmente, una crisis institucional, al no poder asegurar su sostenibilidad (factor que incluye problemas burocráticos, mercantiles, etc.). Si ya hace tiempo que se percibe una debacle en las instituciones universitarias, que las deslinda de un rol intelectual de producción de conocimiento, también es verdad que las sociedades proyectan en ellas roles de diverso calibre y, sobre todo, de diversa relevancia para su contexto.
Así lo explicita, por ejemplo, Gustavo Fischmann, cuando repasa los modos como hemos ido yuxtaponiendo funciones que históricamente se dieron a las casas superiores de estudios, desde la conformación de élites y formación del espíritu del Estado nación, hasta la consolidación de valores cívicos ilustrados y, paralelamente, de un espíritu crítico y/o científico democrático y su difusión popular. Además, se espera de ella que forme profesionales de acuerdo con los mercados o en pacto con ellos y, más allá, que sea ella misma una serie de plataformas de transformación social con acciones, primero, y con proyectos financiados por empresas de muy diversos intereses, después. Sin embargo y cada vez más notoriamente, la universidad pública deja de ser percibida y de percibirse como “un bien evidentemente público”, a decir de Souza Santos, y las universidades privadas devienen cada vez más iniciativas meramente empresariales. Quizás por ello hubo cada vez menos presupuesto, menos incidencia de la educación superior en la de bachillerato o primaria; cada vez más exigencia de autofinanciación, en lo referido a las públicas; cada vez más complacencia y más agenda visible para competir en el mercado de oferta educativa, en las privadas.
Los problemas parecen no tener fin: desde los presupuestos que aíslan a las universidades en guetos que, se las deben ver con sus aprietos económicos y de autofiscalización, su demanda masiva y, a la vez, su titulación escasa; hasta planes curriculares deficientes o no actualizados, inadecuación a sus sociedades o la traducción de ello en una lógica clientelar; hasta asuntos peliagudos como una calidad deficiente, la corrupción interna o la burocratización del derecho a enseñar; grupos o élites de poder que manejan las universidades a su antojo (inmovilizándola; haciéndola responder a intereses de clase o gremiales; haciéndola olvidar su tarea; etc.). Si añadimos, además, aspectos más internos a esta cultura institucional, habría que admitir, en nuestro medio, la existencia de planteles universitarios sin bibliotecas a la altura de su nivel postescolar, sin buscadores ni acceso a redes de información académica; sin plataformas digitales propias; universidades sin investigación y sin publicación y sin producir nada de conocimiento; profesores anquilosados en una titularidad vitalicia, miles de profesores contratados solo por tiempohorario mientras las pensiones cobradas a los estudiantes suben en cada gestión; en fin… Por donde se mire, muchísimo material para la reflexión y, cuando menos, una situación que amerita una mínima autocrítica.
Y, lo que me parece más grave todavía, la universidad está perdiendo su razón central, ser un sitio en el que permanentemente se cuestiona para transformar todo aspecto de la realidad, incluyéndose a sí misma. Esta institución debe pensar y ser pensada. Debe resistir las apropiaciones tentadoras de quienes pretenden funcionalizar los saberes y reducirlos a moneda de cambio, rendimiento y liquidez. La universidad, aun sin las condiciones propicias ni las mínimamente adecuadas, no debe, creo, rendirse a los condicionamientos que reduzcan su tarea. De lo contrario deviene en una podadora de potencias, en un poder cercenador. Cómo va sofisticando su intento por realizar su tarea propia y cumpliendo según los tiempos, es ya lo consecuente. Por todo lo anterior, sí, urge declarar en emergencia mundial y en emergencia nacional una educación que solo en un muy bajo porcentaje cumple con parámetros mínimos. Aunque, como se deduce de lo mencionado, sus problemas no se solucionan por intentar posicionarse mañosamente en el “ranking” internacional de universidades, sino comenzando un arduo análisis interno y externo que despeje contradicciones, defina prioridades y perfiles del ser universidad, bajo unas aspiraciones y también unas exigencias propias y adecuadas a cada contexto nacional.
Sálvese quien pueda
¿Dónde se encuentran hoy el lugar comunitario y el vínculo social de un «campus» en la época ciberespacial del ordenador, del teletrabajo y de la world wide web? ¿Dónde tiene su lugar, en lo que Mark Poster llama la «CyberDemocracy», el ejercicio de la democracia, aunque sea de una democracia universitaria? Se nota que, más radicalmente, lo que queda así trastocado es la topología del acontecimiento, la experiencia del tener lugar singular.
J. Derrida
Ya discutí, en la primera parte de este texto, sobre la inequidad de condiciones que impiden pensar en la educación digital como la panacea educativa (ahora puesta de relieve y exigida por la prisa de la continuidad), más allá de ser una herramienta que ayude a no cortar avances educativos mínimos durante la época actual de cuarentena. No redundaré en ello, pero sí enfatizaré en la centralidad de repensar la orientación educativa en nuestras condiciones, en las más desfavorables, para desde allí empatizar con la incomodidad que muchos acusan, en vez de analizar el tema desde la clase media-alta que dispone de dispositivos, condiciones, etc.; de otra manera se redoblará la brecha de desigualdad en todos los ámbitos.
Ahora, retomando algunas reflexiones de mis alumnos, escucho cómo leen lo que les/nos sucede. Para unos, fue una revelación saber de la desigualdad de medios y, desde su comodidad aunque ahora leída con cierta crítica, reconocían una prisa por acabar su ciclo formativo para “entrar” en el menor plazo posible al mundo profesional. Sin embargo, varios se preguntan, con angustia comprensible, si habrá todavía en pie este supuesto mundo al que entrar una vez graduados. ¿Estaremos diciendo que el saber impartido, los ejercicios resueltos, el pensamiento crítico inculcado, etc., tendrán ‘lugar’ en un mundo que rápidamente se desintegra?, ¿no habría en ello un tremendo e imperdonable engaño, un fraude? ¿O está trabajando la Universidad para incidir, crear y ampliar los ámbitos profesionales y de trabajo?

Otros alumnos afirman que “hace rato que no aprendíamos, ni en lo presencial ni ahora”. Eso toca más supuestos. ¿Estaba allí un verdadero profesor?, ¿qué rol cumplía?, ¿qué demandas sociales se ponían en sus hombros (el ser un padre sustituto, el ser un maestro o el representante de un orden y una ley nunca vistas desde el Estado, el ser un poder que, a manera de los cuarteles, los hiciera fuertes… una petición de contención que reemplace familias disfuncionales, un entrenador que ponga a tope la musculatura de buenos y eficientes trabajadores sin iniciativa ni pensamiento que innove e incomode…)? ¿Era su misma presencia un presupuesto? Y, paralelamente, ¿hubo realmente allí un alumno/a involucrado/a en su proceso, protagonista de esa experiencia, alterando con sus preguntas e inquietudes, o un copiador de apuntes, un irreverente que se mofaba del viejo profe pero sin mirar su propio ya anunciado y temprano anquilosamiento? Es decir, ¿estábamos allí, o solo resolvíamos con dignidad, si acaso, un compromiso meramente formal, cada uno por cumplir con su trabajo y una formación de paso, circunstancial, porque no había de otra en una sociedad que, pese a sus cimientos informales, sueña no más con títulos legitimadores (del resabio aristocrático que dábamos por superado)? En ese sentido, ¿se ha desnudado la impostura y la relativa presencia que ahora anhelamos que acontezca mágicamente en las pantallas? (Por supuesto habrá excepciones, profesores y alumnos más que meritorios, pero estoy mirando lo que estructuralmente exige reformulación).
Algunos alumnos afirman que hace mucho aprenden solos, con medios digitales, entre pares o en pasillos por medio de conversaciones informales; digamos, que la escuela está en la vida y no en un aula separada de lo vital. Es más, se quejan de que “La universidad está llena de formalidades y simpatías que se cumplen sin adquirir ningún conocimiento en particular” y que “dar la razón al docente por nota es el intercambio que permite una licenciatura” (JCA). ¿Cuán lejos está la educación de un mero proceso de intercambio de simulaciones, del “como si”, por el cual actuamos y nos convencemos de que estábamos enseñando, de un lado, y estábamos aprendiendo, del otro? Ante esas imposturas, evidentemente los tutoriales tienen buena pinta (y, por tanto, éxito), por lo menos, de la transmisión técnica e informativa, sin pretensiones de auténtica formación.
Sin embargo, al preguntar sobre qué resienten haber perdido, ellos revelan que extrañan algo central en un proceso educativo, la interacción. Aprender solos, por más claro que parezca, nunca será como aprender entre otros y con otros (incluyendo el nivel corporal, ambiental, el estar juntos en una experiencia). En este sentido, también hace tiempo que se pide y se espera del profesor un rol más propiciador que exclusivamente sapiencial (magisterial), más de conector y de gestor que de quien pretende representar a un ser único y privilegiado garantizador de los saberes de su propiedad. Por ello, cuando nos encontrábamos, lo que sucedía, en el mejor de los momentos, era sabernos no-saber y atestiguarnos creciendo, haciendo preguntas, vislumbrando una pista y un para qué, todo ello junto a otros, en una experiencia compartida. Eso no es reemplazable pero tampoco una garantía per se, en lo que llevábamos de presencial. El lugar compartido es necesario como propiciador y como espacio situado donde el acontecimiento, la experiencia educativa, tiene sentido. Esas presencias, ahora echadas en falta, constituyen la experiencia, no solo participan en ella como si fuese algo dado aunque accidental.
Ante la actual situación, ¿seremos capaces de reinventar desde el lugar de cada uno, desde lo relacional en el aula o fuera de ella, reinventar una situación que propicie la experiencia común de los saberes, o seguiremos llenando formularios cada vez más burocráticos emanados y exigidos por la reforma Educativa en turno y, mientras, simulando en el “como si” de una ilusoria universidad, igual que se tratara de un juego mimético? ¿Estaremos mínimamente a la altura del desafío, hasta lograra mover el piso a las determinaciones que se toman jerárquicamente y que, angustiadas por cumplir programas, cronogramas y otros apremios, pide continuar no más en un mundo interrumpido en su avance, sus fundamentos y su sentido?
Mirada la cosa desde el alumnado hacia el profesorado, quedan menos optimismos y, aunque muchos recuerdan y valoran a un docente que les cambió la vida o a una situación que giró su proceso educativo, la evaluación sobre procesos enteros es más negativa. Se precisa, pues, de medidas mucho más complejas que la apabullante carrera por meramente implementar dispositivos y desplazarse de soportes o, como decía una colega, por atacarse en un “reboleo” de medios tecnológicos. No necesitamos “soluciones ortopédicas”, sino condiciones de pensamiento y de reinvención común y eso lo estamos pidiendo todos: docentes y alumnos y padres de familia. O zafamos colectiva y creativamente o sobrepasaremos sin vergüenza los límites de la realidad, por medio de formalidades y simpatía, del simulacro y del ítem vitalicio.
Dónde encontrarnos
… producir y enseñar un saber al tiempo que se profesa, es decir, que se promete adquirir una responsabilidad que no se agota en el acto de saber o de enseñar.
J. Derrida
No se trata de soñar un desborde de la institución que la acerque a las calles (y, por supuesto, no hablo de marchas), más bien de ver y querer ver que hace rato la calle ha desbordado los modos universitarios y lo que le exige a todo el circuito educativo es su capacidad autocrítica, su crisis, su análisis, para desde allí reinventarse. Rescato el profundo modo en que Derrida recuerda que profesión viene de profesar, es decir declarar públicamente una fe y hacerse responsable de lo que conlleva. ¿No es evidente que atravesamos por un momento clave para propiciar un renuevo profesar, dar fe, y asumir responsabilidad, que no puede venir vía mandato o reglamento o, peor, chantaje de actualización, sino de una revisión profunda de cada sector implicado hasta saber qué es lo que, hace rato, ya no sabe ni sostiene? Se trata de abandonar una ilusión de “inmunidad absoluta” que justifica dejar las cosas como están o remacharlas en su superficie. Dentro de las universidades nada debiera ser intocable, esa es su fuerza y potencial; y no se trata de destruir sino de deconstruir para armarse de nuevo, desde cada sector involucrado.
Entre el espacio del circo y el del claustro, Onfray (entre otros) imaginó la universidad popular, que implica desde una disposición arquitectónica hasta un rediseño de lo que entendemos por educación. Un sitio donde la clase “produjera efectos fuera de ella (en el corredor, en el pasillo, en el café, en el chat de alumnos…)” Con la clase como experiencia común, “el saber prepara un poder sobre uno mismo y dispensa de dominar otra cosa que no sea la propia existencia”. Esto implica admitir la demora de procesos, antes que la prisa de las actividades normalizadas; exige alterar la secuencialidad de contenidos fijos por otros errantes y reconstruidos por las cambiantes circunstancias, antes que el apego a planificaciones esenciales; demanda propiciar flujos y movimientos que de verdad afecten a sus protagonistas (Manifiesto arquitectónico para la Universidad popular, 2006).

Cómo hacerlo es la pregunta del millón, siempre que, antes, hayamos acordado como presupuesto el estado de emergencia educativo, la necesidad de pensar más allá de paliativos y auges tecnológicos (éstos deberían apoyar y hasta provocar un vaivén entre sitios deslocalizados y sitios situados para la experiencia común, pero no creer que la reemplaza). Debiéramos escuchar a todos los protagonistas en grandes y abiertos “parlamentos” educativos. Es decir, aceptar la interrupción de la vida conocida (punto de partida obvio y mínimo para toda experiencia educativa) y trabajar en esa alteración del orden, enriquecerla, habitarla. No saciarla de inmediatez. O, por lo menos, no todavía. En ese todavía cabe repensar y reinventar una experiencia común que en el aprendizaje pero sin agotarse en él, alimente un nuevo tiempo para nuevos sujetos, sin excluir ni duplicar brechas existentes.
En octubre del año pasado, varios estudiantes y pocos docentes salimos a las plazas de La Paz a dialogar y a oír en lo que se llamó las Aulas abiertas; al mismo tiempo, un colectivo como Mujeres Creando organizó enormes “parlamentos de los cuerpos”. Hoy, en muchas partes del mundo, artistas inventan porciones de obra sobre el encierro y desde él quiebran la supuesta separación entre afuera y adentro. Felizmente, también algunos colegas discuten desde teorías críticas de la educación. Este texto, por tanto, y los foros, los correos, los diálogos con colegas en y fuera del país no son producto de una angustia personal, o no solamente; son inquietudes comunes dentro de un grupo de gente que se pregunta por lo que hace y por los sentidos que eso tiene todavía; no es asunto de “especialistas” en educación sino de cada uno de sus actores. Y hay tantas iniciativas más para ver y para oír y para crecer. Si la universidad no abre sus oídos y no deja tambalear sus hábitos, poco es lo que cumple y lo que profesa con su sociedad. ¿Podemos refugiarnos en los parches de la urgencia o empezaremos un cambio profundo desde la crisis que nos delata en crisis?
Hoy carecemos de muchas cosas y es posible que sean más todavía, dadas las previsibles consecuencias del detenimiento económico y del fallecimiento y empobrecimiento de muchos. Creo que la educación puede dirigirse a esa falta y, con ese gesto, revertir el estado de duelo. Si no están los profesores y los alumnos en presencia; si el especio común está interrumpido, si la mano no puede acariciar al que ama, entonces, ¿no será tiempo de pensar qué forma es la que nos falta, qué ausencia es la que nos pesa y evidencia que aprendíamos con otro?, ¿Cómo quisiera tocar esa presencia ahora ausente?, ¿qué quisiera decir o cómo afectar a ese que no está cerca? En otra dimensión: ¿a qué calle, plaza, aula, trabajo quiero regresar? ¿A qué grupo de amigos, de vecinos, de ciudadanos quiero pertenecer? ¿Cuán cerca querré al otro, cuán cerca me querrá a mí? NO hemos formulado la pregunta central, la que bordea el deseo común y, por ello, lo vital, por lo tanto pocas respuestas podemos hallar. Después de todo, ya lo escribió la magnífica Clarice Lispector, la pregunta no es quién soy, sino entre quiénes deseo ser. Y si bien el imperativo no existe ni para creer, ni para aprender ni para amar, habrá que pensar cómo propiciar escenas que instalen el deseo de fe, de autoformación, de lazo con los demás. Preguntarse entre quiénes ser exige admitir nuestra incompletitud, nuestra necesidad de lazo como parte existencialmente urgente; implica, más incómodamente, preguntarse qué representamos para el otro. Eso, para no ir por ahí creyendo que los demás esperan de nosotros la linterna que los guíe fuera de la sombra. ¿Entre quiénes? ¿Quiero? ¿Ser?

Mónica Velásquez Guzmán es docente, poeta y crítica literaria.
Fotografías de Christian Calderón | IG: @christian_eugenio_
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