Diego Mondaca encontró, para hacer La Chirola (2009), al personaje soñado por cualquier documentalista. Es en sí mismo una metáfora sobre la libertad, la soledad y las relaciones humanas, además de ser un ejemplo en viva voz de nuestro pésimo sistema judicial y penitenciario. Así Mondaca, como director, solo necesita registrar el diálogo que tiene con su personaje. El mérito del cineasta es el de simplemente llegar a una fuerte intimidad con su protagonista (lo cual, por supuesto no es fácil), para que éste se sienta libre de actuar y decir lo que quiera.
La película (y el personaje) dan para hablar mucho, sin embargo, me quiero referir –a riesgo de traicionar la obra de Mondaca– a un solo plano secuencia que contiene, a mi parecer, toda la emotividad del film.
En el plano vemos a este singular personaje actuando una escena que parece ser cotidiana en su vida como prisionero: la espera eterna por la llegada del abogado defensor, visita que jamás se realizará. Ante la fuerza de la actuación, la cámara simplemente se limita a seguir los pasos del personaje. Todo esto pasa en la pequeña cabaña en las afueras de la cuidad, donde vive el personaje y donde se desarrolla toda la película.
André Bazin afirma que «la utilización de actores naturales en el neorrealismo italiano, tiene la meta de eliminar la puesta en escena (lo que implica mayor realismo en la obra), porque los actores dejan de ser tales y simplemente son ellos mismos». Hay una especie de inversión de este planteamiento en el plano descrito: hay una puesta en escena pero descubre una realidad de una manera asombrosa. Es el personaje y no el director quien que construye la escena, no es una interpretación de este último sobre la situación del primero, como podría ocurrir en el neorrealismo italiano, sino que es la interpretación que hace el protagonista de sí mismo. El personaje crea un mundo pero también lo habita, lo interpreta porque lo conoce, lo ha vivido y por tanto entiende la emoción que conlleva el momento. Es una actuación catártica que logra fundar lo humano en la imagen de tal manera, que en algún momento u otro, hace surgir lo real.
Pero la creación de un (del) mundo también implica la construcción de un espacio donde éste se pueda alojar. Habíamos dicho que la escena se filma en una pequeña cabaña que podría entenderse como el pedazo de libertad del personaje, es decir, es la (aparente) antítesis de otro espacio al cual sólo se llega a evocar: la prisión. En el plano sucede una especie de transformación: la pequeña cabaña se convierte, sólo por el uso del espacio que hace el personaje en la actuación, en su contrario. Se crea, a partir de la connotación, un espacio que contiene en sí mismo a otro. Se construye así una especie de dialéctica, que es el fondo de la emoción del cortometraje. Hay la constatación, de que tal vez, los dos espacios no sean del todo diferentes o que la línea divisoria de uno y el otro no sería tan marcada como se podría pensar o que al menos que nuestro concepto de libertad no está bien definido. Esta constatación se hace más fuerte cuando escuchamos esa voz de nostalgia y de cariño que usa el personaje para referirse a la cárcel, pero también por sus duros comentarios sobre la sociedad y por su decisión de alejarse de la cuidad, para quedarse solo con sus amados perros.
El plano tiene la virtud de consagrar todo el film y llenarlo de una interesante profundidad. Pero éste solo se construye gracias al seguimiento de una acción casi filosófica: la de ponerse en el lugar de uno mismo para lograr la reconstrucción del acontecimiento, el acto de crear un mundo y así, a partir de las gestualidades del cuerpo y de la palabra que las describe, llegar –en palabras de Deleuze– a pensar en lo impensado. Es en ese pequeño acto, casi desapercibido, donde se esconde la magia.
Crítica originalmente publicada en Cinemas Cine, revista on line, en diciembre de 2009.
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