“La curva del desencanto hay que recorrerla toda”. Søren (Juan Carlos Valdivia, 2018) es una película ruidosa –en el marco de lo que parece ser una de sus intenciones más acodadas: la pulsión del filosofismo o, dicho de otra manera, la ansiedad por el artificio en el diálogo, que en el film tendría que significar el encadenamiento vigoroso de una tras otra frase de revelaciones de pretendida profundidad. Más o menos como funciona la lectura del horóscopo: mientras más turbamiento y autorreferencialidad se alojen en el interesado, más efectivo el negocio de la expectativa y el consumo de un producto –la vida misma. El ruido está en que la secuencia es débil y la expectativa se dispersa: ¿qué hace de esta historia de amor digna de contarse? –pregunta obligada, teniendo en cuenta que el amor –como la muerte, el tiempo– no es solo el gran tema, sino el gran producto. Apuntala este encadenamiento una frase, la citada al inicio del párrafo, que puede servir de paraguas para leer la película de Valdivia y recorrer toda la curva de su desencanto.
Søren comienza con una oferta. La marca país “Bolivia, corazón del sur” muestra con transparencia el tono elegido para la construcción de la narrativa del film: la venta de un producto. Bolivia destino turístico no es una idea novedosa en absoluto, casi en ningún lugar del mundo. La película –y, en conjunto, el cine más reciente de Valdivia (Yvy Maraey [2013] y Zona Sur [2011])– comienza sabiendo esto e intentando, a lo largo del metraje, dar una curva que lleve a otro lugar. Lo que ofrece la película de Valdivia no son paisajes –la traducción más sencilla de brochure turístico–, sino, y vamos a decirlo con acento millennial, experiencias. Las postales que encadena la cinta le deben más al hashtag #YOLO que a la ya agotada exploración del exótico americano. Las experiencia de la fiesta y de lo indígena sostienen la narrativa de una película que dibuja la curva de un desencanto con respecto al fundamentalismo de la identidad en la tradición del cine boliviano, para proponer, con poco éxito, la curva del momento, en la celebración de una elusión, en la configuración de una vigorosidad plástica y de corta duración detrás de la que se escucha el tunchi tunchi de la electrónica al sabor de unas pepas que se extienden por unas horas, que hay que tomarlas con agua, “una ahorita y otra a la media noche”.
Es tal vez el desencanto, como desaparición progresiva de una atracción o desangelamiento de una atmósfera, el tabú más sentido de Søren. Todo debe saltar a los ojos en una calibración armoniosa, nada debe parecer deficiente o en falta. A nadie se le descorre la panti, nadie pasa hambre (en el amplio sentido de la palabra), incluso los que ya no tienen tanto siguen teniendo bastante; todo excede en cantidad, porque mejor que sobre a que falte. La falta, el gran terror de un barroquismo que hay que leerlo más allá del adornamiento excesivo de espacios o vestuarios, que haría falta leerlo en el foco sobre aquello que revela una voluntad de manejo del lenguaje audiovisual de comercio masivo. En otras palabras, las cosas pasan por los rostros y los cuerpos perfectos que presenta Søren, y por lo que estos hacen en sintonía con las imágenes de alto consumo en el mundo, sea cine, televisión, videos musicales, youtubes o historias de Instagram. En la película de Valdivia nada falta a esta verdad universal del paisajismo de los cuerpos del siglo XXI. En este sentido, resulta llamativo el planteamiento de la fiesta y la experiencia como lugares de configuración de la identidad de los personajes y los decursos de sus cambiantes deseos. Nada de filosofía acá –que podría haber sido útil– porque en estos borrachos difícilmente algunos podríamos encontrar una complicidad. Y supuestamente de eso se trataba, creo, retomando el inicio del film. Bolivia corazón del sur, desangelado proceso de petrificación de la fiesta, uno de los fenómenos más fuertemente anclados en todos nosotros, tan diversos y tan borrachos.
Finalmente, pienso que el paso determinante hacia el desencanto es el planteamiento de un personaje como el que le da (junto a Kierkegaard, según la producción de la película) el nombre a la película. Si, en tanto catalizador de las emociones y transformaciones de los personajes de Amaru y Paloma, Søren es una especie de llave narrativa, convendría detenerse en el peso de la identidad de este personaje. Esta exterioridad determinante, en la ampliamente explorada tensión Uno-Otro del cine de Valdivia, tiene poco que decir para la oferta de un producto que, finalmente, podría ser cualquier otro país en cualquier otro Instagram del mundo.
Texto originalmente publicado en la página de Imagen Docs en el periódico La Razón, 25 de noviembre de 2018.
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